El peregrino insumiso

La reciente evolución del Camino de Santiago, y su creciente popularidad, han provocado cambios radicales en la experiencia de la peregrinación. Las quejas de los peregrinos veteranos, o de aquellos que acuden por vez primera buscando el sentido tradicional en una ruta histórica que conduce a Santiago, se pueden resumir en tres ideas: masificación, mercantilización y falta de espíritu peregrino. Entre las causas de este panorama se cuentan la multitudinaria irrupción de senderistas y turistas de bajo coste que están en el Camino como podrían estar en Sierra Morena, el saqueo cotidiano practicado por muchos negocios de la ruta que tienen como víctima propiciatoria al ave de paso, la incapacidad de las administraciones de todo pelaje para entender y respetar el sentido de la peregrinación o el mercadeo de todo lo relacionado con el peregrino, incluidas las credenciales “Corte Inglés”.

Ante la rápida degradación de los valores del Camino, especialmente en ciertos tramos y épocas del año, cada vez son más los peregrinos que reaccionan en clave de objeción o insumisión. El peregrino insumiso, indignado por la apropiación que otros han hecho del Camino para hacer negocio o política, rechaza la posibilidad de renunciar a seguir recorriendo su itinerario, pero conocedor de los problemas que lo afectan, por todos los medios busca soluciones para evitarlos o, al menos, aminorarlos.

Entre los remedios clásicos, socorridos por muchos de los peregrinos que repiten, se sugiere huir de los meses más conflictivos, que si antes eran julio, agosto y parte de septiembre, ahora prácticamente se extienden, sobre todo en las etapas gallegas de casi todas las vías, entre Semana Santa y octubre. Para quien fía su suerte al calendario, rogando para que las inclemencias meteorológicas no sean rigurosas en demasía, la única salida es caminar entre noviembre y Semana Santa, período en que la mayoría de los albergues privados, y otros muchos servicios, cierran. Sin embargo, la fase de tranquilidad se va reduciendo año tras año, tanto es así que ahora octubre es casi temporada alta en el Camino Francés, por lo que ya nos podemos imaginar lo que ocurrirá en breve, que los irreductibles verán estrechado su margen al crudo invierno.

Otra de las soluciones fáciles, apoyada con mucho entusiasmo por las administraciones, es la de escapar de los itinerarios más saturados, o sea, del Camino Francés y de las últimas etapas del Camino Portugués, y elegir otros menos frecuentados. Consecuencia inmediata de esta acción, reforzada por los consejos de asociaciones jacobeas y foros extranjeros, así como por las falsas leyendas urbanas que tiñen de negro el Camino Francés, es que han comenzado a saturarse el Camino Central Portugués desde Porto (la variante costera pronto se le unirá), el Camino del Norte y hasta el Camino Primitivo y el Camino Inglés, en los dos últimos casos también por la escasez de servicios. La peste se propaga.

Algunos, en vez de cambiar de estación o de vía, prefieren evitar los fines de etapa clásicos y establecidos en las guías, escudriñando a diario para conseguir alojamientos intermedios, siempre menos concurridos, y si fuera menester apartándose de la ruta unos kilómetros cuando existen servicios de recogida. Tal estratagema, no obstante, nunca puede solventar la coincidencia con la marabunta que, a modo de romería, avanza por la “autopista” de la ruta.

Subiendo un escalón hacia una actitud “anti-sistema”, los más radicales están optando por un Camino sin las etapas que consideran malditas, negándose a pisar tramos como los de Sarria o Tui a Santiago (los célebres 100 últimos km). Pasan asimismo de la Compostela, certificado que consideran completamente devaluado –se ha calculado, comparando las pernoctas en albergues con los datos ofrecidos por la catedral, que son tantos los que la recogen como los que habiendo estado en el Camino no lo hacen-, y en ocasiones también de la credencial, optando por sellar en papeles o libretas personales.

En la figurada cima de la ruptura con el Camino del presente están los que no quieren dar pábulo a esta lamentable deriva en ningún caso, llegando incluso a obviar la ciudad de Santiago, a la que consideran poco menos que un trasunto de la Roma de los Borgia, y su basílica, donde sienten que el ritual de la misa del peregrino se ha convertido en una rutina vacua, contemplando como la cola que lleva a dar el abrazo a la imagen del Apóstol es enorme, al tiempo que la que conduce ante su urna suele estar vacía: ¡un circo! Precursor de este modo de actuar fue Gregorio Morán (Nunca llegaré a Santiago, Anaya, 1996, reeditado en 2015 por Pepitas de Calabaza), aunque obró así como ateo militante y cascarrabias, no por los motivos que ahora analizamos. Entre los que reniegan de Compostela, por considerarla un parque temático en el que el peregrino no pinta nada a no ser que tenga la cartera llena y esté dispuesto, comportándose como un dócil turista, a vaciarla, algunos suelen cruzar rápido sus calles para continuar hacia Fisterra y Muxía, prolongación en la que aún esperan encontrar el sosiego perdido.

Variante de la última actitud es la de los que hacen el Camino de Santiago sin Santiago, esto es, a la carta durante los días disponibles, eligiendo tramos de rutas mayores que destaquen por su belleza, tranquilidad, buena acogida o escasez de usuarios. Entre los franceses, por ejemplo, cada vez es más habitual recorrer alguna de las rutas jacobeas que atraviesan su país y terminar al pie del Pirineo.

A lo largo de esta reflexión hemos empleado varias veces expresiones como fuga, huida, escapatoria…, pero evitar los problemas, buscando un remedio individual, no contribuye a su solución. Lo que ahora está ocurriendo tiene sus causas, y éstas unos responsables; sobre las primeras habrá que actuar para intentar modificarlas, y a los segundos, aunque ofuscados por la soberbia de quien se cree intocable, habrá que abrirles los ojos.

Periodista especializado en el Camino de Santiago e historiador