
La no siempre fácil convivencia de los peregrinos con el mundo rural
Bares, qué lugares, decía Gabinete Caligari en una de sus canciones, y nosotros lo asumimos de otra forma: tabernas, ¡qué privilegiada fuente de información! Tal cual, en nuestros últimos caminos por el norte de Portugal, Galicia y Asturias hemos dedicado mucho tiempo a confraternizar con la gente que se reúne en los bares, esos santuarios que para los pequeños pueblos y aldeas constituyen el núcleo básico en el cual, cotidianamente, se desarrolla la vida social. Allí confluyen vecinos, muchos de ellos jubilados, y también agricultores, ganaderos, maderistas, comerciantes… En temporada baja el tiempo fluye con lentitud, sin agobios, y cuando se genera confianza la conversación surge espontáneamente, y el periodista usa sus malas artes para dirigirla hacia su objeto de interés: el Camino, la peregrinación, sus beneficios y, si los hay, inconvenientes o perjuicios.
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Charlando en Portugal, ya en la misma frontera y cerca de Valença, alguien se quejaba de quienes hacen el Camino Portugués sin pisar Portugal, menudo contrasentido, porque allí al otro lado del río, en referencia a Tui, “son más listos y nos roban los peregrinos”. En realidad, ni son más listos ni roban nada, apuntamos humildemente, sino que son los propios peregrinos, muchos de ellos, los que no quieren caminar ni un metro más de lo estipulado. Entonces un vecino con erudición introduce una glosa: “Bueno, ya nos robaron las reliquias de Braga en la Edad Media, y ahora en Santiago dictan normas para robarnos también los peregrinos”. No queremos entrar en una discusión en la que el consenso resulta imposible, limitándonos a añadir que los autorizados para quejarse con causa, y cargados de razón, son los de Lisboa o Coímbra, y todos los lugares de paso hasta Porto, porque desde la capital del Douro hasta aquí no debería haber queja, salvo que no tengan reparos a la masificación. A lo que otro de los presentes, con semblante burlón, sentencia que “de masificación nada, ya se encargan los del Camino de la Costa de que por aquí cada vez circule menos gente”. El síndrome del Camino Central parece severo.
El primer ejemplo ya es sintomático de lo que puede dar de sí una tertulia tabernaria, en la que se generan más titulares, como se puede comprobar, que en una rueda de prensa oficial.
Pero ahora nos trasladamos al rural puro y duro, a una pequeña aldea lucense del Camino Primitivo, donde a primera hora de la mañana toman un café con gotas, de orujo, claro está, algunos ganaderos y un comercial del sector lácteo. Tras presentarnos les comentamos que es una gran suerte que pase por allí el Camino, que se nota en las casas rehabilitadas para negocios de hostelería, y en la presencia de un bar impecable, algo inhabitual por estos lares, a lo que la camarera, sin duda contratada, asiente sin manifestar gran entusiasmo. Sin embargo, uno de los ganaderos pone el contrapunto con cierta rotundidad de gestos y maneras: “Suerte sí, para algunos, porque otros estamos bastante hartos”. Ante la proclama, indagamos cuál puede ser la causa de su enojo, y nos la comenta con pelos y señales: “Pues mira —lo dice con resignación, pero bastante fastidiado y con ganas de partirle la cara a alguien—, ya es bastante que nos molesten cuando trasladamos las vacas, que algunos no vieron una en su vida, ni siquiera conocen que de ellas sale la leche, y no saben cómo comportarse; pero lo que ya pasa de castaño oscuro es que se metan en el establo sin permiso a curiosear, a llevarles hierbajos para comer y hasta a hacer sus necesidades junto a la pared, o a beber en los grifos”. Podríamos esperar algo así, pero no lo que sigue, cuando añade: “Lo peor de todo me pasó el último verano: me llegan los agentes del Seprona con una denuncia y me indican que unas peregrinas extranjeras la presentaron porque, ¡manda carallo! (esto consideramos que no debe ser traducido), decían que teníamos a las gallinas ¡secuestradas en el gallinero!”.
Se puede entender el cabreo de algunos campesinos ante la irrupción de peregrinos poco habituados a moverse por los ámbitos rurales, que por una parte tienen idealizados, entendiéndolos como un simple decorado para su goce, y por otra no los comprenden ni saben interpretar.
Una vecina gallega del Camino Portugués, en la zona posterior a Redondela, incide en la presión que los peregrinos ejercen a su paso. Dice sufrirlo a diario por tener su vivienda y huerta a la vera del Camino. ¿Las causas? “Pues que me han entrado ya varias veces a la huerta, a robar lo que cultivamos para alimentarnos y, peor todavía, a orinar por allí, y hasta alguno se ha metido sin pedir permiso en la casa, pensando que es un bar y buscando el cuarto de baño. He tenido que poner un cartel, y si la cosa sigue así tendré que rodear la propiedad con una valla con pinchos”. Tal vez un perro, aparentemente fiero, podría ser una solución, le indicamos. “Sí —reconoce explícitamente—, pero al can hay que darle de comer”.
Vaya, ni por asomo nos imaginábamos esta convivencia estridente para la gente del rural, que como está visto puede ser víctima tan propiciatoria como dice serlo el urbanita de la compostelana Rúa de San Pedro, emblema del hastío antiperegrinatorio. A poco que se indaga emanan las críticas desde diversos frentes, algunos inesperados, por la alteración de la pax campestris.
Y la cosa no se queda ahí; en el Camino Francés de nuestros amores, hoy en día irreconocible por la presión a la que se ve sometido, en una de las jornadas de los fatídicos 100 km entablamos animada cháchara con un buen grupo de vecinos. En esta ocasión ya no es preciso sugerir el tema, mana espontáneamente porque el bar es lugar de paso, permanente y multitudinario, incluso en invierno, de peregrinos o lo que sean. Sobre esta adscripción versa, precisamente, el relatorio de la pareja que regenta el negocio, quejumbrosa sobre todo de los grupos, que suelen comportarse como manadas: piden dos aguas y se te meten veinte en el baño, y ya te puedes imaginar cómo lo dejan todo.
“Además —apunta con fastidio y cierto aire de derrota, con ganas de tomar las de Villadiego en el semblante—, ahora estos grupos llegan con música de reguetón, sonando altavoces en la mochila, y nos quiebran la tranquilidad del lugar”. Añade que “cuando son de parroquias o colegios, me pregunto qué clase de educación les dan los profesores, que suelen dejarlos sueltos a su aire, sin controlar sus excesos”. Un vecino agricultor muy socarrón y generoso, ya que nos invita a una ronda a todos de lo bien que se lo está pasando con la conversación, espeta que “los rapaces son rapaces, nosotros también hacíamos gamberradas de jóvenes; qué queréis”. Esto enfurece a los restantes, que ya elevan a categoría kantiana lo que está sucediendo en el Camino: un desastre absoluto, en opinión del tabernero, que de seguir así no sobrevivirá a una década, porque “¿quién va a querer venir a padecer esta romería?, ¿los jubilados ricos de Estados Unidos y Alemania? ¡Olvidaos!”.
Nos quedamos pasmados ante tanta sabiduría popular y análisis tan concienzudos, que desde luego superan a esos estudios académicos, basados en encuestas y estadísticas, que siempre llegan a lugares comunes en función de quien los haya encargado y pagado. El que sufre el día a día del Camino es el mejor pregonero de lo que sucede en la feria, vaya si no.
Cambiamos de escenario para trasladarnos a Asturias, donde en un chigre se habla no tanto de los que se dirigen a Santiago y sus supuestas fechorías, basta ya, sino de los proyectos del Ayuntamiento para mejorar la vida de los peregrinos. Lo que expresan nos asusta, pues en Pola de Allande se rumorea que ahora van a permitir plantar eucaliptos como en Galicia (¡Santo Cielo!), algo que alguno refrenda como un éxito (obviamente, nos callamos para no salir mal parados). Pero luego se burlan de otras iniciativas que estimamos igualmente dañinas, tales el proyecto de instalar en la Ruta de los Hospitales, trayecto icónico donde los haya, un observatorio de estrellas por aquello del Starlight (lo escribimos como debe ser, no como lo pronuncian), porque al parecer no había otro sitio en todo el concejo que tenía que ser en el Camino, lo que implicará asfaltar algunos tramos de la variante (transitamos de la incredulidad al estupor). Asimismo, también refieren la intención del alcalde de hormigonar la bajada del Puerto del Palo, pues por lo visto se han quejado algunos señoritos y señoritas de que hay muchos pedruscos sueltos, y que se les estropean las zapatillas. Ahora ya entramos directamente en pánico, porque de consumarse esta medida, que ya se intentó hace años y por el mismo motivo en la bajada del Alto del Perdón (Camino Francés en Navarra), constituiría un desastre para la imagen de un itinerario indómito y natural, dos puñaladas en el corazón mítico del hasta ahora impoluto Camino Primitivo.
Véase cómo se aprende, cultura enciclopédica, a la vez que se bebe un vino o una cerveza, porque entre el paisanaje no está de buen ver pedir una bebida energética o agua, vade retro los finolis. El último episodio nos traslada de nuevo a Galicia, ahora a una variante hasta ahora menor, pero que va creciendo año tras año y lleva un nombre muy espiritual. El ambiente nada tiene que ver con las zonas agrarias y ganaderas del interior o la montaña. Aquí se huele el mar, omnipresente en forma de ría, y la temática discurre por otros vericuetos. Nuestra pregunta versa sobre la remontada del Ulla en barco, y a propósito de los precios, realmente elevados, que se está cobrando por la travesía. Uno de los presentes suelta el “hambre para mañana”, porque primero mucho querían que llegara la gente, y ahora que viene la despluman sin piedad. “Y lo peor de todo, amigo, es que esto nos afecta también a nosotros, porque los bares del Camino están cobrando cada vez más por las consumiciones, y se olvidan de ponerte la tapa, y esto sí que no, por esto no se puede pasar”. Quien atiende el bar se disculpa, y afirma que él no hace eso, que hay que ser muy tonto para querer vivir solo de los peregrinos, que el año es muy largo…, parece un político en campaña.
En fin, luces y sombras, en tan parca como sintomática galería, que nos muestra que no es oro todo lo que reluce, y que los daños colaterales del Camino, sobre todo entre quienes no viven directamente o de algún modo se aprovechan de él, se están extendiendo por rutas principales y menores, con mayor intensidad a medida que nos aproximamos a la meta, pero avanzando como una imparable y viscosa mancha de aceite.
Por nuestra parte deseamos que no se llegue a una ruptura del equilibrio hasta ahora existente, y que el cacareo impostado de la sostenibilidad se traslade a normativas o pautas de conducta precisas, incluyendo las admoniciones y multas que sean necesarias para impedir los comportamientos incívicos. Todo ello para evitar que, en alguna aldea remota atravesada por el Camino, en algún momento pueda aparecer una pancarta con el ¡Pilgrims go home!
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