Caminopasión
Cuando escuchamos la palabra «pasión» referida al Camino de Santiago no pensamos en la de Cristo, que es la Pasión por antonomasia en el sentido del padecimiento, ni tampoco en los culebrones sudamericanos o turcos, que están llenos de altas y bajas pasiones, con el catálogo recurrente de sensiblerías. Se nos viene a la memoria, en cambio, el mundo romántico, y ante nuestros ojos desfila lo más florido de aquella época, escritores, artistas: Mary Shelley y Percy Shelley, Lord Byron, John Keats, Almeida Garrett, Rosalía de Castro, Gustavo Adolfo Bécquer, Giacomo Leopardi, los dos Alfred galos —de Vigny y de Musset—, Novalis, Hölderlin, Edgar Allan Poe, y pintores como Gericault, Delacroix, Constable, Turner y, sobre todo, Caspar David Friedrich.
En fin, que la pasión es ante todo sentimiento a raudales, y cierta vocación de mandar de vez en cuando al cuarto oscuro a la razón, que no siempre es buena consejera a la hora de tomar decisiones importantes en la vida. Nos quedamos, por lo tanto, con una de las acepciones del vocablo: «apetito de algo o afición vehemente a ello».
Si el Camino de Santiago es ese «algo», más allá del producto turístico perfectamente empaquetado y dimensionado para su rápido consumo que hoy pretenden vendernos como el mejor bálsamo de Fierabrás, lo podemos identificar, ante todo y en nuestra voluntad, como un acto de pasión. No nos referimos a la materialidad de las rutas jacobeas, evidentemente, sino a la experiencia que en ellas se puede vivir.
Leyendo un diario reciente de peregrinación, titulado Renacer y firmado por Kamal Ravikant (un híbrido entre el Bueno, me largo, de Hape Kerkeling, y las visiones más USA de Shirley Mac Laine o The Way, trufado de aprendizajes en la India), me sorprende su descripción del inicio en Roncesvalles. En tal lugar describe una «apasionada» congregación de neófitos que busca, a través de la ingestión de vino a raudales, un ambiente dionisíaco inaugural y propiciatorio en el que las puertas se van abriendo para que comiencen a salir los demonios. Tanto es así que el autor comenta que «los peregrinos, ya borrachos, se pusieron a compartir las razones que les habían hecho emprender este viaje, y todos parecían estar pasando dificultades. ¿Es que las personas felices no hacen este viaje?»
Por supuesto, Kamal, que sí lo hacen. Pero feliz no es sinónimo de perfecto, y como tal el don de la felicidad, por otra parte tan difícil de describir, no siempre hace referencia a un ser estable, equilibrado, sin vaivenes en las emociones. Para eso ya están las plantas, a las que algunos budistas creen felices por natura. Y es que al peregrino de larga distancia, como ocurría in illo tempore, lo mueven la curiosidad y, sobre todo, la pasión.
La pasión puede estar conectada a la fe, o a cualquier tipo de búsqueda, sea por insatisfacción con la vida que llevamos, sea por encontrar nuevas realidades. Pero también es el resorte que nos hace comulgar con una vivencia, en un espacio y un tiempo, y que nos impulsa a regresar una y otra vez a ella, a veces a sabiendas de que nada será igual que la primera vez, o que nunca encontraremos lo que pretendemos buscar.
Nuestros lectores saben que no creemos en la pasión de breve recorrido. Sentimos ser tan tajantes, pero es una certidumbre empírica de la que estamos absolutamente persuadidos. La pasión, como el amor, debe ser alimentada, y para eso se necesita tiempo. No se puede vivir Venecia en una jornada, a no ser que tenga lugar una conjunción astral extraordinaria e irrepetible, del mismo modo que si nos instalamos en ella varios días, y ya no digamos si lo hacemos durante una larga temporada, y lo mismo se puede decir de las personas, más allá de la literatura que deseemos proyectar sobre los instantes maravillosos e irrepetibles, o sobre los viajes.
Todos los viajes, y muchas aficiones, pueden ser «apasionantes», se utiliza esta expresión a menudo en el sentido de que nos puedan emocionar, pero el Camino de Santiago es, además, un itinerario que suele generar personas adictas a esta pasión, peregrinos apasionados de serlo.
La repetición de la experiencia, por más que varíen los recorridos (no siempre, porque los más conservadores se verán seducidos por la seguridad y el confort de lo conocido), es la expresión más palmaria de este enamoramiento.
Ya hemos aludido en otras ocasiones a los versos de Maldonado, que en su «Mañana luminosa» (Interludio Jacobeo, 2007) da en el clavo cuando canta eso de «Como contarle a nadie lo que sentimos,/cuando llega el momento de ir al Camino./No entenderían, no entenderían, como puede sentirse tanta alegría». En estos versos fluye la pasión-emoción, construida a partir de una primera experiencia satisfactoria que nos ha atrapado para siempre.
Prescindamos ahora de las motivaciones, eso es lo menos relevante en esta cuestión, para centrarnos en los sentimientos. El Camino no apasiona por habérnoslo transmitido una campaña de publicidad, los testimonios de los foros (incluido el de Gronze) o de otros peregrinos de viva voz, lo consigue una y otra vez la experiencia. Apasiona incluso a personas sin fe o escépticas, a gente poco habituada a caminar, a individuos solitarios y con poca apetencia de relacionarse con otros peregrinos. La vivencia tiene un poder inmenso en sí misma, tanto es así, y esto es muy importante, que nadie puede hablar del Camino de Santiago, a no ser de historia, sin haberlo hecho.
Carmen Pugliese, en su estudio sobre la peregrinación en el siglo XIX a partir de los registros del Hospital Real de Santiago, constató que ya entonces eran muchos los peregrinos «repetidores». En aquel tiempo la causa no era tanto la voluntad de vivir una gran tradición como la necesidad, colmada en limosnas y acogida en los pocos hospitales que seguían en activo. Pero a partir del siglo XX, entre algunos pioneros regresó el espíritu romántico, tanto entre quienes poseían un espíritu aventurero, así Walter Starkie, como entre los más apegados a fórmulas historicistas, tales las peregrinaciones de René de Lacoste Messelière y compañía en 1951, o la de Antonio Roa, José María Jimeno Jurío y Jaime Egueras en 1963.
Cierto que la pasión puede llegar a perturbar el sentido, y la recurrencia extrema tiene algo de actitud monomaníaca, tanto como la del apasionado del fútbol, los videojuegos o de los likes en las redes sociales, que no piensa en otra cosa y subyuga su existencia a ese objetivo imperioso. De estos hay pocos, porque estar permanentemente en el Camino no es tan fácil ni barato. Sobre esto ya escribimos en su día, aquí en Gronze, el artículo «Peregrinos repetidores, ¿pasión o cautiverio?», por lo que no insistimos.
Otro aspecto que nos interesa, en relación a la pasión jacobea, es la confesión de quienes admiten haber disfrutado en el Camino una de las experiencias más intensas y plenas, cuando no la más, de su vida. Es algo que resulta incomprensible entre quienes solo ven en la peregrinación polvo, sudor y lágrimas, cuando no agotamiento físico, incomodidades y demás. Entre estos escépticos se cuentan algunos de los que se acercan al Camino intentando evitar a toda costa los elementos que consideran «penitenciales», o simplemente un castigo: cargar pesos excesivos, dormir en alojamientos colectivos, los tramos más duros o «feos», las estaciones más rigurosas, etc. Sin embargo dichos sufrimientos, retos a superar, hacen más fuerte a quien los soporta, al igual que en la vida los sinsabores, fracasos o enfermedades, hacen crecer al que los pasa, y constituyen una parte inseparable del hecho de peregrinar.
La pasión, que surge de repente y de forma muchas veces inexplicable, y que puede llegar a agrandarse y ocupar un gran espacio en nuestra vida, también hay que nutrirla, como la fe con obras: la información a través de lecturas, música, documentales y películas, la participación en colectivos con la misma afición, el regresar a la ruta para ayudar a otros peregrinos (por ejemplo como hospitalero), transmitiendo nuestra experiencia a los demás…
¿Es la pasión jacobea contagiosa? Puede que sí, pero nada como infectarse en la propia fuente, caminando un día con todas las dudas y temores del neófito, pero ya con la semilla jacobea germinando en el interior.
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