Alberto Rodríguez López: un fotógrafo del Camino
Somos muchos, también me incluyo, los que a medida que peregrinamos vamos haciendo fotografías. Se trata de una afición sumamente extendida hoy en día, pero sacar instantáneas, como se les llamaba antes, cuando aquel cacharro de Polaroid con revelado automático nos ofrecía toda la inmediatez del mundo sin tener que aguardar al retorno, y a la diligencia de los laboratorios fotográficos, nada tiene que ver con tener espíritu de fotógrafo.
Del mismo modo que escribir cuatro chorradas en WhatsApp, o tal vez con más dedicación en un blog, no convierte a nadie en articulista del The New York Times, tampoco podemos pretender creernos Sebastião Salgado por haber sacado un interminable reportaje de fotos con el móvil de última generación, aunque es indiscutible que entre ellas puedan contarse algunas buenas, ya que el don de la oportunidad no responde a técnica alguna.
Por lo tanto en la fotografía, hoy más que nunca democratizada, y en mayor medida accesible a sus arcanos para los habilidosos manipuladores del Photoshop, sigue habiendo grados, calidad del material y, sobre todo, oficio.
Cuando hago el Camino reconozco al instante a quienes han superado la licenciatura de la afición para convertirse en doctores de la fotografía. Los ves siempre concentrados en el escenario, atentos a las condiciones lumínicas del momento, a posibles encuadres, a la posición de las figuras en el paisaje, centrados en la búsqueda de puntos de vista originales y alternativos.
La fotografía, al margen de que pueda convertirse en una profesión, por otra parte nutrida de autodidactas, y fuente de ingresos, puede acabar siendo una gran pasión, y no me cabe la menor duda de que lo es para Alberto Rodríguez López. Este madrileño, con raíces en el rural galaico de Lugo y Ourense, en 2007 desembarcó en el Camino y fue captado por su magia, la que ahora aguarda a que regresemos cuanto antes para aplicarnos su terapéutico bálsamo, que tiene la virtud de dar a cada uno lo que realmente necesita, misteriosa virtud.
Recibido el bautismo de fuego en Camino Francés, esa privilegiada escuela primaria, de robusta pedagogía secular, que ningún peregrino debería saltarse, desde entonces no ha dejado de hollar otros itinerarios en España, Francia y Portugal. «Moriré con las botas puestas», afirma sin ambages.
Desde las variopintas motivaciones iniciales, que nunca suelen ser simples ni monotemáticas, Alberto subraya que «el factor visual fue y es muy importante, pues el Camino me permite poder disfrutar a una velocidad de 4 km a la hora todo lo que aparece frente a mí».
A menudo nos entra la risa sardónica, con una pizca de indignación, cuando los creadores de la moderna mercadotecnia se sacan de la manga, por supuesto siempre en inglés, una palabreja que pretende resumir un nuevo concepto vital, en este caso la marca Slow para la comida, el alojamiento, los viajes… Esa lentitud en la forma de actuar ha sido una constante, salvo en períodos cortos de aparente aceleración (una guerra, una revolución, un gran avance tecnológico), para la humanidad. Solo a partir del siglo XX todo parece haberse acelerado, incluida la propagación de los virus, pero quienes estamos en el Camino sabemos que la lentitud no es una moda retro ni una filosofía new age, sino la esencia que llena de sentido el hecho de peregrinar. Por eso, tras la revolución decimonónica de los transportes, y no tanto por otros factores, el Camino entró en barrena: ¿llegar a la meta en tren?, ¡menudo fiasco!
Nuestro protagonista reconoce su bisoñez cuando comenzó el Camino, la sorpresa de la aparición caprichosa de ampollas por doquier lo delatan, y también la comprobación empírica de lo diferente que es cubrir una ruta de largo recorrido en relación a las salidas senderistas de fin de semana. Tampoco, entonces, poseía unos conocimientos fotográficos más allá de los rudimentos básicos. Sin embargo, pronto aprendió una premisa fundamental: tener los ojos bien abiertos, ya que el entusiasmo es la única receta para compatibilizar el ejercicio de la fotografía al tiempo que se camina.
Al hilo de lo anterior, una breve glosa, y es que la mayoría de libros de fotografía del Camino publicados, muchos de ellos por encargo de diversas administraciones, han sido ejecutados por reconocidos profesionales, nadie lo discute, pero no por peregrinos, y esto es muy importante recalcarlo, porque han ido al Camino con sus pesados y costosos equipos, pero no han hecho el Camino, y ahí se pierde ya, para empezar, la capacidad de comprensión del fenómeno. Algunos, incluso, se han quedado en la fase de quienes llegan a un exótico poblado africano para hacer un reportaje, e ipso facto se largan en avión por donde habían venido. Su técnica será impresionante, las fotos también, pero será difícil que hayan logrado plasmar el alma de la experiencia, algo que solo se consigue cuando se camina bajo la lluvia, sudando en la canícula, llenos de polvo, doloridos en el albergue, en la proximidad y complicidad de los compañeros de ruta, y esto no se consigue con un «por favor, ¿me dejas que te saque una foto mientras caminas?», ni tampoco con el abuso del teleobjetivo.
De la pasión de Alberto, peregrino-fotógrafo, nació en 2015 un libro titulado Desde los Caminos de Santiago, que incorporaba imágenes de los caminos Francés, del Salvador, Primitivo, de Madrid y de la Lana, con el colofón de la ruta a Fisterra y Muxía. Lo que parecía flor de un día acabó en serie, y al anterior sucedieron Desde otros Caminos de Santiago (Portugués, Levante, Sanabrés, Manchego e Inglés) y los dedicados al Camino de Le Puy y al Camino en Portugal (Central y Costa). En la actualidad está trabajando en el quinto, que recogerá imágenes de la Vía de la Plata y el Camino Norte, y promete que habrá más, todos los posibles.
Pese a los orígenes gallegos, o quizá precisamente por ello (Machado, Unamuno, Baroja o Azorín tampoco eran castellanos), nuestro compañero de ruta manifiesta una especial querencia por el paisaje castellano. Constata que el verde es seductor, pero que «hay también una gran belleza en cada detalle que se manifiesta frente al peregrino en otros paisajes, esos del interior, de cereal, de olivos, de vides, en esos otros colores maravillosos que adornan algunas partes del Camino: los amarillos, los rojizos, los ocres,… colores que cambian con las estaciones del año», y por eso es tan importante recorrer la ruta en diferentes épocas.
Después de recorrer, entremezclando los recuerdos felices con la nostalgia, la selección que nos ofrece en sus cuatro libros, entendemos que Alberto es ante todo un paisajista, con una vocación de fotógrafo similar a la que tuvieron pintores como los holandeses e italianos de los siglos XVI al XVIII, románticos como Constable, Turner o nuestro Jenaro Pérez Villaamil, los miembros de la escuela de Barbizon o los impresionistas. Las figuras son complementarias, lo importante emerge en la propia vía y su ámbito territorial, a través de la luz, el color, la naturaleza, los espacios agrarios, los monumentos,… Un halo de romanticismo es el santo y seña del autor.
Más de 6.000 km de caminos, casi siempre pateados en solitario, y nuevos retos en Suiza, Italia, España,… con una determinación que preludia una larga serie, acaso el gran archivo fotográfico de los caminos jacobeos. No hay textos más allá de los pies de foto, todo el protagonismo es para las imágenes a página entera, en gran formato, para evocar con alegría lo que ya hemos vivido (¡aquí estuve yo, y hacía un sol de justicia!), y soñar con lo que todavía estamos llamados a realizar, no sabemos cuándo pero pronto, que nadie se desespere.
Alberto autoedita sus libros, que son voluminosos. Si estáis interesados, ahora es un buen momento para practicar la contemplación, podéis escribirle directamente a: albertorodriguezlopez61@gmail.com
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