Primer Camino de Santiago: 10 aciertos
Primera parte del artículo: Primer Camino de Santiago: 10 errores
En la anterior entrega del artículo enumeré —a modo de confesión— los 10 errores de principiante en mi primer Camino, hace ya 18 años en el Camino Francés (una semana en el tramo de Burgos a León). Lo prometido es deuda y ahora toca referirse a los aciertos, que también los hubo.
1. El primer acierto, aunque parezca una perogrullada, fue la propia decisión de ir al Camino, a pesar de las dudas y el desconocimiento; me refiero a la inmediatez entre hablar de ello, tomar la decisión y, casi sin pensarlo, ponerse en ruta por primera vez. Hoy, cada vez que comento con amigos mi pasión por los caminos de Santiago, son muchos los que reconocen que llevan años queriendo ir, pero no acaban de decidirse: “Tal vez cuando me jubile”, “Antes necesitaría bajar unos kilos”, “Me han dicho que está muy masificado”, “No me atrevo a ir sola”, “¿Tú crees que me gustará?”, “Eso de dormir con otras personas en albergues me da un poco de corte”. Mi respuesta es que, si en realidad lo deseas, no hay excusas; que las dudas —todas ellas razonables— solo se resuelven de una manera: experimentando en primera persona; si no lo haces, nunca llegarás a saber si te gustará. A menudo les tiento: “Imagina que lo pruebas y te encanta… Cada año que pierdes, un camino menos de cuantos podrías llegar a disfrutar”. Lo dicho: si de verdad queréis ir, cuanto antes mejor; no dejéis pasar un tiempo precioso.
2. Otra buena decisión fue escoger un tramo intermedio para estrenarme, y no los últimos 100, 200 o 300 kilómetros; así, no llegué a Santiago de Compostela en la primera salida al Camino sino a la siguiente, un año más tarde (tras retomar la ruta en León, ciudad donde había finalizado el octubre anterior) y sabiendo ya dónde me metía. Ese gusanillo por volver a un camino que has dejado a medias, retomando exactamente desde el lugar donde finalizaste, para mí es un incentivo, un acicate para volver allí cuanto antes: me ha pasado en el Francés, pero también en el Camino del Norte, en la Vía de la Plata, varias veces en el Mozárabe…
3. No os lo creeréis, pero fue todo un acierto —o un golpe de suerte— que el tramo escogido para ese primer camino correspondiese a la Meseta: la sobriedad del paisaje castellano y sus horizontes infinitos fomentan la introspección, lo cual no resulta en absoluto tedioso, sino revelador. No doy crédito cuando escucho que hoy en día muchos peregrinos evitan ese tramo porque les han dicho que es feo y aburrido; es una lástima que, una vez que llegan a Burgos, tomen el tren o el autobús hasta León o Astorga y se ahorren esas etapas. Pues bien, mi opinión es que se pierden lo mejor, el tronco central del Camino Francés, donde se halla la verdadera esencia de esta ruta milenaria: tras haber dejado atrás los bosques, montes y ríos del Pirineo, Navarra y la Rioja, es en estas llanuras donde por fin podemos abstraernos del paisaje; se ha reducido la paleta de colores, en el horizonte ahora solo vemos cielo, nubes y extensiones inmensas de cereal, mecidas por el viento; aquí desaparece también la preocupación por la orientación: es tan simple como arrancar con el sol a nuestra espalda y seguir de frente por pistas rectilíneas e interminables, sin pérdida posible. Durante estas jornadas a través de la Meseta se reducen las distracciones, los estímulos externos, y nuestro caminar se transforma en un acto repetitivo, casi automático, donde los sentidos se adormecen mientras la mente fluye, aprovechando el silencio y la soledad del entorno; es una situación que propicia la reflexión profunda, llegando incluso a estados catárticos (hay quien dice haber experimentado la sensación de que sus pensamientos flotaban y abandonaban el cerebro para elevarse unos metros, algo así como un travelling vertical a vista de dron). Quienes se saltan este tramo alegando que es monótono o aburrido pierden la posibilidad de disfrutar de estos momentos de charla íntima con su yo durante la caminata.
4. Cuarto gran acierto: viajar al camino en tren, y no en avión. En aquella primera toma de contacto utilicé el ferrocarril tanto a la ida como para la vuelta; lo repetí al año siguiente, cuando retomé la ruta, y desde entonces intento utilizar este medio de transporte siempre que puedo, sobre todo en medias y largas distancias. Mis razones son prácticas (viajar en tren es mucho más relajado, casi siempre es puntual y las estaciones suelen estar cerca del centro, al contrario de los aeropuertos), sentimentales (el tren circula a nivel del suelo y a una velocidad razonable, lo que te permite saborear el recorrido, mientras ves pasar sus paisajes a través de la ventana) y también por principios, para evitar provocar más daños al planeta (el ferrocarril, a diferencia del avión, es un transporte respetuoso con el medio ambiente, no produce emisiones ni aumenta nuestra huella de carbono). Además, en el tren tu mochila viaja contigo, puedes llevar en ella los bastones, la navaja, la botella de agua y tu propia comida, sin los problemas de facturación del equipaje ni los chascos en los controles de los aeropuertos. Por último, a pesar de su mayor duración, un trayecto en tren no es nunca tiempo perdido, sino tiempo aprovechado: son horas que te permiten leer, acabar de repasar la ruta y las etapas, echar una cabezadita, estirar las piernas, ir a tomar algo al vagón-cafetería... En el tren siempre acabas charlando y conociendo a otras personas, cosa harto difícil en un vuelo, donde todos van con prisas y cerrados en sí mismos.
5. Ya que he mencionado la mochila, tal vez sea el momento de comentar una buena decisión respecto de la ropa y el resto del equipamiento. En los días anteriores a aquel primer camino compré varias prendas de senderismo, pero no todo mi equipo era nuevo, pues aproveché muchas cosas que ya tenía o que me prestaron; por ejemplo, llevé un viejo pantalón tejano con el que caminaba muy cómodo (salvo cuando se empapó durante una tormenta), una toalla de playa liviana (perfecta para la ducha, lástima que ocupaba mucho espacio), un saco de dormir prestado... En los siguientes caminos fui incorporando año a año el resto de mi equipo ideal: ahora un poncho, después un saco ligero, las Crocs, aquella chaqueta de Gore Tex que me regaló mi esposa, una navaja suiza obsequio de unos amigos… Mi recomendación es no comprar todo a la primera, sino ir completando o renovando el equipo poco a poco, a medida que detectamos lo que realmente nos hará falta. Todavía hoy, tras 18 años, continúo llevando en mis rutas un par de cosillas que compré para aquel primer camino: a pesar de su antigüedad, no solo siguen siendo válidas, sino que se han convertido en una especie de amuletos o prendas fetiche para mí.
6. Otro puntal básico: la complicidad de la persona con quien caminé durante aquella primera experiencia (que en este caso era un simple conocido del trabajo, sin existir entre nosotros ningún vínculo familiar ni afectivo). Fue una suerte compartir esa semana iniciática con una persona afín, alguien que al igual que yo apreciaba tanto una buena conversación como, en otras ocasiones, el silencio. Sin necesidad de pactos previos, sabíamos cuándo preferíamos caminar juntos o cuándo era mejor hacerlo a cierta distancia, en solitario. Aprendimos a dosificar charlas, ratos de humor y momentos de reflexión, respetando siempre la voluntad y la libertad del otro; gracias a ello nuestra convivencia funcionó como un reloj, sin agobios ni discusiones.
7. Ligado al anterior punto, destacaría también la flexibilidad con que abordamos el día a día de la ruta: cada tarde trazábamos el plan de la jornada siguiente: “Mañana caminaremos hasta Carrión de los Condes, son unos 20 kilómetros y he leído que en el pueblo hay dos albergues ¿Te parece bien?”. Pero salvo dicho objetivo prefijado, no existía mayor compromiso entre nosotros: a menudo uno paraba a tomar algo y el otro seguía, llegábamos a los albergues por separado y, obviamente, no siempre dormíamos en literas contiguas. En ocasiones, tras llegar al final de etapa previsto y viendo que la tarde pintaba espléndida, decidíamos continuar un par de horas más, hasta el siguiente pueblo. Todavía hoy, cuando acometo un camino —casi siempre en solitario— dedico mucho tiempo a estudiar previamente las etapas, a diseñar un guion ideal, si bien acabo modificándolo sobre la marcha en función de las circunstancias; hay que estar siempre abierto a los planes B, pero también a los C o a los D.
8. Una de las cosas que más me sorprendió es que había peregrinos que, tras girar cuatro palabras contigo, tomaban confianza y te contaban su vida, verbalizando problemas que les preocupaban, a veces muy íntimos. Ello era fruto de estar lejos de su entorno y amparados por el anonimato: en el Camino somos apenas un nombre y un lugar de origen (Carles el de Barcelona; Elisa, la chica italiana), sin apellidos, sin profesión, sin teléfono de contacto; nadie tiene por qué saber —ni a nadie le preocupa— quién eres, ni a qué te dedicas en el mundo real. Curiosamente, aun sin tener vocación de psicólogo, acabas charlando sobre cosas impensables con personas que nunca habrías imaginado. Algo similar sucede cuando saludamos a algún vecino o vecina de los pueblos que atravesamos, a menudo gente mayor, que agradecen que te pares y les dediques unas palabras amables. Son situaciones donde queda patente la falta de comunicación que sufren muchas personas, la necesidad que tienen de ser escuchados. Una de las cosas más difíciles —pero también más reconfortantes— de aquel primer camino fue estar siempre dispuesto a conversar, pero sobre todo a escuchar.
9. Y no solo aprendes a escuchar a las personas: una de las maravillas del Camino es que te permite escuchar la naturaleza, ya sea el susurro del viento, el repicar de la lluvia, el rumor de la corriente de un arroyo o, en muchas ocasiones, el silencio absoluto; por ello desde aquella primera ruta decidí que no caminaría con auriculares ni con música (solo los utilizo cuando estoy tumbado, descansando). Otra gran decisión fue llevar apagado el teléfono móvil durante el recorrido de las etapas: no os podéis llegar a imaginar cuánto bajó mi estrés, máxime en una época en que recibía más de 20 o 30 llamadas al día por asuntos de trabajo; para mí fue —lo confieso— una verdadera liberación, si bien duró apenas una semana, hasta la vuelta al mundanal ruido.
10. He dejado para el final el mayor acierto, que fue sin duda ir con la mente abierta, sin apriorismos, sin tener para nada claro —ni siquiera lo tengo ahora— qué es esto del Camino. Lo más interesante de aquella primera ruta, y que he seguido aplicando a partir de entonces en las decenas y decenas de caminos realizados, fue ir dispuesto a descubrir mil cosas en cada jornada, a conocer historias, paisajes y personas; a aprender de los errores, a superar los malos ratos; a dejarme sorprender por todo aquello que pase, sea bueno o malo. Qué cierta es la frase “Quien cree que ya lo sabe todo, difícilmente puede aprender”. Tal vez sea por eso por lo que me gusta ir a los caminos, porque es como volver a la escuela; pero no una escuela estática, de ventanas cerradas y clases aburridas, sino un escenario natural en continuo movimiento donde cada día se convierte en un aprendizaje.
Como habréis podido imaginar, el balance final entre errores y buenas decisiones durante aquella primera experiencia caminera resultó positivo, lo que propició que volviese al cabo de un año para retomar la ruta. Pronto nacería ese deseo irrefrenable —que muchos de vosotros conocéis— de repetir y repetir, en una u otra ruta, de volver a seguir flechas amarillas cada vez que se presenta la oportunidad… Para algunos es una pasión, otros lo considerarán una adicción casi enfermiza, propia de coleccionistas. Solo puedo decir que, 18 años después, todavía no me he cansado de atesorar caminos y espero seguir haciéndolo, como mínimo mientras el cuerpo aguante.
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