Pasar de largo en el Camino de Santiago
Al llegar el otoño pasado a Santo Domingo de la Calzada, en nuestro último Camino Francés, nos encontramos con una pareja de peregrinos. No tiene relevancia su edad, ni el aspecto, ni tampoco la nacionalidad, aunque hemos de reconocer que todo ello aún nos provocó más desasosiego, que diría Pessoa, ante el suceso que ahora vamos a relatar.
Entablamos una breve conversación sin grandes profundidades, de esas tan manidas para el enganche —es sabido que en el 90% de los casos ahí se queda todo—, sobre cómo va el Camino, de dónde venimos, hasta dónde vamos en esta jornada, etc. Luego, por aquello de ser uno del país, y conocer un poco la ruta, les preguntamos si ya han visitado la catedral, porque en su interior, además del valor de la arquitectura y el patrimonio artístico que atesora, ya lo habrán leído, está el célebre gallinero, con un gallo y una gallina, algo insólito y curioso de ver, testimonio de un célebre milagro medieval.
Reacción a la defensiva: —¿Un gallo y una gallina? —ojos abiertos y expresión de incredulidad— ¿Nos estás tomando el pelo, verdad? —en su rostro se detecta una tímida pero indisimulada, acaso por tratarse de gente con cierto nivel de educación y que suele ejercer los buenos modales, manifestación de enojo—.
La percibo automáticamente e intento vanamente, como el Maestro con el todavía no santo Tomás, volverlos crédulos con el recurso inmediato a la tecnología.
—Esperad un momento —les ruego a la vez que busco apresurado en el móvil «Milagro Santo Domingo Calzada»— ¡aquí está!, el famoso suceso del milagro del ahorcado y el gallo que cantó después de asado, mirad, y aquí podéis ver la foto del gallinero de la catedral, el que está ahí dentro, exactamente a veinte pasos de nuestra posición.
—¡Pues es verdad, perdona que desconfiásemos, no sabíamos nada, qué cosa tan interesante y curiosa! Bueno, lo malo es que vamos a concluir hoy en Redecilla, tenemos reservado allí, y no tenemos mucho tiempo, qué pena. Gracias de todos modos, Buen Camino, seguimos la marcha que se nos hace tarde.
—¡Buen Camino! —respondo no sin cierta lástima, viéndolos partir a ritmo de competición apoyados en su par de bastones de marcha nórdica—. Lástima por ellos en primer lugar, pero también por el gallo y la gallina, criaturas, ¡cómo pugnaban por obtener una de sus blancas plumas los peregrinos medievales!, y por Santo Domingo y el Camino Francés.
La anterior anécdota podría encontrar innumerables réplicas, todas ellas muy similares, en este itinerario (por ejemplo, sería factible relatar historias de cómo muchos peregrinos pasan al lado de la Cruz de Ferro sin ni siquiera detenerse a contemplarla) o en cualquier otro de los jacobeos. A poco que pensemos hemos de admitir que refleja una forma de hacer el Camino, o de estar en él, poco más o menos que como una experiencia eminentemente deportiva, de senderismo, en la que el escenario viene siendo como una película intrascendente, un adorno que contemplar desde la cinta de correr. Para estos individuos lo único importante es acabar cada día la etapa de turno, lo antes posible, y pasarse toda la tarde de relax en la cama o una terraza, o quizá disfrutando de unos masajes, piscina, spa o de una telenovela en la tv, lo ignoro, aunque puede ser que también los atraiga la gastronomía, o simplemente el alcohol, o tal vez los colchones viscosos de alta gama con una buena carta de almohadas, esto son todo conjeturas.
Huelga decir, además, que el motivo económico, por no querer pagar una entrada, no justificaba en este caso el pasotismo. En el suceso narrado nos topamos con el absoluto desconocimiento, consecuencia directa de un manifiesto desinterés, un hecho que resultaba chocante, contradictorio y hasta ridículo en unos supuestos peregrinos que además venían de muy lejos, alguna pista damos, para ocupar por completo un mes de sus vacaciones, otra pista y paramos.
Magdalena del Amo, en su monumental novela sobre el Camino (El Códice de Clara Rosenberg), describe la experiencia de su personaje principal femenino, muy próximo a lo que calificamos como una turigrina, pero al menos culta e interesada por tradiciones, misterios y leyendas, la historia y el arte, o la gastronomía, cuando identifica a aquellos que hacen el Camino prescindiendo de sus valores intrínsecos, los que articulan su esencia:
«A Clara le parecía que muchos santiaguistas iban demasiado deprisa, reduciendo el Camino a caminar, comer, beber, dormir y vuelta a empezar al día siguiente. Ella sugiere fijarse en los árboles y en las fuentes, en las catedrales y en las iglesias, en las vacas y en los girasoles. Porque el Camino es todo eso y lo que cada peregrino deja y absorbe…»
Y más adelante:
«…Yo veo que los peregrinos llegan, cenan, duermen… y a otra etapa. —Tienes razón —dije—. Eso me ha hecho reflexionar mucho. Yo creí que los que venían a hacer el Camino, aunque no fuesen creyentes, se detendrían más en los monasterios, y en el arte en general…Y veo que pasan de largo…»
A nosotros, aunque la comparación ya es imposible dadas las medidas protectoras establecidas, nos evoca aquella viñeta de Castelao sobre el Pórtico de la Gloria en la cual, cuando un personaje pregunta a un boticario que había estudiado en Santiago si había admirado la gran obra de Mateo, el interpelado responde que sí, que cuando estuvo en Santiago entró muchas veces en la catedral (antes, la basílica era utilizada por los compostelanos para ir del norte al sur de la ciudad, o viceversa), pero que nunca «miró» el Pórtico.
Nuestra primera reacción podría ser la de escandalizarnos. ¿Cómo puede ser que las grandes tradiciones del Camino pasen desapercibidas para quienes, sin embargo, se autodenominan peregrinos? Dicha condición implicaría, entendemos, una vinculación permanente con sus símbolos, rituales y lugares emblemáticos (más allá del jueguecito imperdible de la Fuente del Vino), máxime cuando la visita o contemplación no exija un gran esfuerzo en tiempo o dinero.
Qué triste pasar de largo, por el menosprecio que dicha actitud representa, pero más lamentable todavía si lo analizamos en una visión global sobre los viajes catetos que se realizan en el presente.
Personas más atentas a hacerse una foto ante el monumento de turno o las letras de una población, el consabido síndrome del photocall, que a profundizar en la experiencia (todo largo viaje lineal, no solo el Camino, además de espacio de aprendizaje puede entenderse como metáfora existencial hacia una meta).
Peregrinos que se han convertido, como expresa Magdalena, en meros hacedores de etapas, lo más parecido a las pobres bestias de tiro o carga que por horizonte solo tienen una zanahoria, totalmente carentes de estímulos e intereses. Seres que pasan olímpicamente de los valores materiales de la ruta, lo cual implica que menos atención prestarán, si cabe, a los espirituales.
¿Son peregrinos? Acaso en un estadio pueril.
Largo y esforzado es el camino para la educación del alma, como expresaba Platón, pero sin pensar que nadie tenga que plantear el Camino de Santiago como un itinerario hacia la perfección teresiana, ni como la gran aventura de una vida, que algunos privilegiados han disfrutado, al menos sería de rogar que no cayésemos en lo antagónico, esto es, en considerar la experiencia peregrinatoria jacobea como un mero producto de consumo liviano, una vacacioncita más, una ruta de senderismo como otra cualquiera, una larga cinta de running para ponerse en forma en un gimnasio repleto de competidores a los que emular o batir.
Por supuesto, cada uno es libre de malgastar su tiempo, e incluso su vida, como más le plazca, ya no es preceptivo obligar a los obreros a acudir a la ópera. Pero al igual que no podemos evitar sentir una profunda pena cuando contemplamos, en la Capilla Sixtina, a unos redomados capullos desperdiciar los 15 minutos permitidos de estancia mirando la pantalla de su móvil y apenas un par de veces hacia lo alto, me permitiréis que lamentemos del mismo modo actitudes como las descritas en el Camino.
Es sabido que no se deben echar margaritas a los cerdos, y por eso nos preguntamos, una y otra vez, ¡¿qué carajo hace esta gente en el Camino?!
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