De Ribadeo a Santiago por el Camino del Norte

Cerinto (pseudónimo) es el autor de dos libros sobre sus peregrinaciones, el útimo de los cuales, de Ribadeo a Santiago por el Camino del Norte, es del que vemos la portada. Él mismo nos cuenta el origen y motivación de sus obras:

DE RIBADEO A SANTIAGO POR EL CAMINO DEL NORTE

El Camino de Santiago es toda una experiencia. Yo lo hice por primera vez el año santo 1992. Estaba entonces de baja, porque en la Empresa donde trabajaba me habían abierto un expediente, y no tenia cosa mejor que hacer, por lo que se me ocurrió que quizá fuera buena idea lanzarme a la aventura. Lo comencé en Ponferrada, provincia española de León, porque ir hasta Saint Jean Pied de Port, en los Pirineos, lugar en el que por tradición se comienza el que llaman Camino francés, me parecía excesivo. Bien está para empezar, me dije. Esta vez haré una parte, y si la experiencia me convence, mal será que no haya ocasión de repetirla.

Y así fue, si no el mismo trayecto, otro equivalente.

El año 2006 unos amigos brasileños me escribieron para decirme que planeaban volar a Portugal para hacer el Camino de Santiago llamado portugués, desde Oporto, y me invitaban a acompañarlos. Me pareció buena idea y les respondí diciéndoles que con mucho gusto me uniría a ellos en Tuy, la frontera española con el vecino país.

Entre tanto en Vigo, ciudad donde resido, me había apuntado a las salidas dominicales de un programa que llaman de senderismo y que la Concejalía municipal de Medio Ambiente había organizado.

Así descubrí que me gustaba caminar, atravesar zonas rurales de las que hasta entonces ignoraba incluso la existencia, detenerme a conversar con las gentes que iba encontrando y en resumen andar sin rumbo fijo y a la buena de Dios por los caminos y senderos, los bosques y las montañas y hacerlo solo o en compañía de otros que compartían conmigo la misma afición.

Como una cosa lleva a la otra, descubrí luego que hay en España por lo menos media docena de Caminos de Santiago diferentes y me propuse recorrer por sistema uno tras otro aunque manteniéndome siempre dentro de los límites de la Comunidad gallega a la que pertenezco. Y de esa manera he recorrido hasta el momento un buen número de ellos por no decir casi todos y más de una vez. Comencé repitiendo el Camino francés, ahora desde el alto de O Cebreiro, las montañas gallegas que limitan con la región leonesa. Hice después desde Lugo un tramo del Camino Primitivo, que parte de Oviedo, la capital asturiana. Lo siguió el Camino inglés, desde La Coruña, y por último La Vía de la Plata que comienza en Sevilla, aunque yo, fiel a mi propósito de ceñirme a Galicia, lo haya hecho únicamente desde la Gudiña. Repetí el portugués varias veces, repetí el francés, seguido de nuevo por el inglés, y un tramo del Camino a Finisterre y Muxía; ya sólo me quedaba atreverme con el Camino del Norte, que comienza en Irún.

Este año por fin me decidí. A comienzos de agosto y en otros tantos domingos había ido caminando a dos o tres romerías de los alrededores y había descubierto de nuevo que el caminar levanta los ánimos y que es muy agradable atravesar bosques silenciosos, oír el canto de los pájaros y tal vez el rumor de algún animal todavía no domesticado puesto en guardia por los pasos que se le acercan puede que amenazantes y entretenerse en los caminos hablando con los paisanos que se va encontrando al azar.

¡Cada vida es propiamente un mundo! ¡Tantas gentes diversas que tienen tantas cosas que contar!

El trayecto gallego del Camino del Norte empezaba en Ribadeo. De modo que organicé el viaje. Dado que con mucho prefiero el tren al autobús, descubrí que podía ir en tren de Vigo a La Coruña, allí enlazar con otro hasta El Ferrol y aquí tomar el de vía estrecha que llaman el FEVE o tras-cantábrico y llega hasta Irún. Por desgracia el gobierno que padecemos, empeñado en hacer economías recortando servicios, ha suprimido una treintena de líneas alegando que no son rentables. Quizá no lo sean, pero ¿de quién es la culpa? Lo es de quienes fomentan los viajes por carretera en perjuicio del ferrocarril y han llenado de autovías el territorio para ir a toda prisa a dónde nadie nos espera ni tenemos nada qué hacer. Hoy se obliga a todo el mundo a quemar gasolina, pese a que el viaje resulta más caro y más incómodo, sin contar ya con la contaminación del medio ambiente a que da lugar. Pero por desgracia y pese a los desastrosos y comprobados efectos que ya ha tenido en otros lugares, en la actualidad se sigue la ruinosa política que llaman ultra liberal y que para tantos no significa otra cosa que la atroz miseria y el sufrimiento.

Renuncié pues a mis planes primeros y me resigné a alcanzar por carretera la localidad de Ribadeo. Fui hasta Santiago en tren y allí tomé el autobús. Fueron tres interminables y tediosas horas siguiendo carreteras que no acaban nunca y se extienden rectas hasta el horizonte. Por cierto en ellas se ve de tanto en tanto los avisos que advierten de que ciertos tramos se han hecho tristemente famosos por concentrarse en ellos buen número de accidentes y se aconseja por tanto la prudencia en la conducción.

He ido pues todo el trayecto con una oración en la boca especialmente viendo como en las curvas el conductor, creyendo sin duda que conoce bien el trayecto, se aproximaba demasiado a mi entender al borde de la carretera y sin disminuir la velocidad lo más mínimo, pero por fortuna no ha habido nada que lamentar. Finalmente llegamos a Ribadeo y aquí empezó mi Camino del Norte a Santiago.

 

 

VIAJE AL FIN DE LA TIERRA, de Santiago a Finisterre

Varias leyendas relacionan con Finisterre a Santiago de Compostela. Una de ellas es la llamada Leyenda de la traslación del cuerpo del Apóstol. En san Martiño de Duio, ya llegando a ese extremo del mundo, un panel informativo al lado del camino nos la cuenta a su manera. Con ella doy comienzo a este libro.

Una vez muerto Santiago, los siete discípulos con que supuestamente el Apóstol había predicado en España el Evangelio, robaron por la noche el cuerpo al que Herodes había prohibido dar cristiana sepultura; y para evitar que la voracidad de aves, perros y otras alimañas diera buena cuenta de él, lo llevaron a escondidas hasta el puerto de Haifa, donde por singular milagro del que todo lo puede encontraron una nave preparada para hacerse a la vela, aunque desprovista de remeros y piloto, y mucho menos cualquier tipo de GPS, pero con todo lo demás necesario para emprender la larga travesía, como alimentos, agua y colchonetas o hamacas para pasar la noche en cubierta. Ayudados por vientos favorables, al contrario que el pagano Ulises, el conocido héroe de la guerra de Troya, al que zarandearon de un lado al otro del Mediterráneo, y sin tropezar con escollos ni hacer frente a ninguna tempestad, arribaron a Iria Flavia —el Padrón actual— más cerca de Finisterre que del punto del que habían partido, con lo cual cumplían los deseos del propio Santiago, que habiendo previsto su martirio y muerte les había encomendado lo llevasen a enterrar a tan lejanas tierras.

Diciendo que Herodes había prohibido dar cristiana sepultura al cadáver o que la barca no tenía GPS que la guiase, cometo un anacronismo, bien lo sé, porque lo que hoy conocemos como cristianismo y mucho más la tecnología actual, entonces no existía ni lo imaginaba nadie; pero no he podido resistirme al desahogo humorístico; espero que los lectores me perdonen.

Más tarde, un testigo de vista describiría del modo que sigue aquel solemne momento de la llegada a Galicia del cuerpo del Apóstol: Flotando sobre las ondas de las aguas revueltas, una extraña nave se acercaba poco a poco al arenal. No era como las que acostumbraban a surcar las aguas gallegas, sino más bien del tipo de aquellas otras en que Jesucristo había navegado con sus discípulos en la lejana Galilea. No llevaba remeros ni marinero al timón, pues la barca navegaba sin guía. Sin embargo, varios hombres vestidos de lino blanco de la cabeza a los pies rodeaban un cuerpo sin vida, al parecer.

La barca llegó hasta la desembocadura de un río y remontó sus aguas hasta un lugar en donde se detuvo y quedó varada. Saltaron a tierra los hombres y amarraron a una especie de media columna de piedra que allí encontraron, la cuerda que la sujetaba. Sacaron luego el cuerpo inerte y lo posaron sobre una gran losa que, como si fuese de cera, se reblandeció para acogerlo con amor en su seno. Desde entonces se dio a aquel lugar el nombre de Pedrón, o Padrón, en recuerdo del milagro que había convertido en lecho mortuorio el peñasco.

Después de tender su mirada sobre ambas riberas, uno de los hombres dijo: ¿Dónde lo enterraremos? Este lugar no me parece adecuado; ¿y cómo lo transportaremos?

- Dios proveerá, le respondió el más creyente. Y en lugar de detenerse en la costa, siempre sujeta al peligro de los piratas del mar, tales como los vikingos de siglos posteriores, los discípulos se internaron tierra adentro.

- Veamos si hay cerca alguna casa y encontramos un carro.

- Aguardadme aquí con el Santo patrón, yo iré a ver – dijo el más joven de ellos y por eso el más inquieto y osado.

Y se encaminó por la única senda que se abría entre las hierbas y los zarzales de aquellos parajes.

Anduvo algún tiempo y al fin divisó en la lejanía una luz apagada que señalaba un lugar habitado. Apresuró el paso, y cuando llegó a lo alto de un monte vio que se trataba de un gran castillo. Llamó con fuerza a la puerta y una voz ronca y malhumorada le preguntó qué buscaba allí a tales horas.

- Quisiera hablar con el señor amo de este castillo –dijo él con toda la educación de que fue capaz.

- No son éstas horas para hablar con nuestra señora la Reina Lupa - le respondieron con malos modos. Espere usted al menos a que amanezca.

No le quedó más remedio que aguardar hasta que se hiciera de día. Y cuando el sol ya se elevaba sobre las cumbres de los montes vecinos, la reina Lupa aceptó recibir a aquel hombre desconocido que le llamaba a las puertas. Él le pidió ayuda para trasladar el cuerpo santo que con ellos traían, diciéndole:

- Dios te envía muerto aquel a quien tal vez no quisiste recibir en vida. Acógelo y hónralo para que también tú seas honrada cuando te llegue la hora.

Sonriéndole burlona, ella le replicó:

- Tienes que ver a Régulo, el gobernador romano, que vive en Dugium. Yo no soy nadie; sólo él puede ayudaros.

Pero aconteció que Régulo hizo prender y encarcelar a los navegantes. Y bueno fue que ellos hubiesen tomado la precaución de ocultar entre los arbustos el cuerpo santo que habían traído, de modo que nadie había advertido su existencia.

Llegada la noche, encapotada y oscura como era entonces costumbre en Galicia, se encendió en la prisión una especie de claridad parecida a la que hubiese producido la lucecita de numerosas luciérnagas o de un montón de pequeñísimas estrellas, a cuyo resplandor se pudo ver algo así como una puerta que no existiese en realidad, pero que mediante un milagro de los ángeles que custodian el trono de Dios permitió salir a la libertad de los campos a aquellos prisioneros. Los cuales caminaron alegres en busca del sagrado cuerpo que habían dejado en el pedrón.

Pero los soldados de Régulo iban tras ellos. Por poco tiempo sin embargo, pues cuando los perseguidores cruzaban un puente, éste se hundió con estrépito y todos cayeron al agua, en la que murieron aplastados bajo las piedras o arrastrados por la corriente del río, que se llamaba Támara o Tambre.

Se cree que el lugar es el que hoy se conoce como Ponte Maceira y el puente uno antiquísimo todavía en uso e igualmente reconstruido milagrosamente por los mismos ángeles que habían liberado a los prisioneros.

La noticia del prodigio se extendió rápidamente y ya nadie se atrevió a ir en contra de aquellos hombres a los que al parecer protegía un poder desconocido. Ellos entonces volvieron al castillo de la Reina Lupa y de nuevo le pidieron ayuda.

- Ya ves que Dios está con nosotros - le dijeron – más te valdrá ponerte de nuestra parte. Sólo te pedimos que nos prestes un carro y una pareja de bueyes que tiren de él.

- No faltaba más, y ya me arrepiento de mi anterior falta de fe -dijo ella con femenina hipocresía– pero no hay bueyes en el castillo; andan sueltos por el monte. Id allá y tomad los que queráis. Y les indicó el monte, en el cual pastaban gran cantidad de toros bravos.

Sin sospechar la trampa que la reina les tendía, los hombres fueron a donde se les indicaba; y sucedió que como por magia aquellos bravos toros se transformaron en mansos bueyes y se dejaron uncir como si fueran corderos. Entonces ellos cargaron en el carro la losa en donde reposaba el santo cuerpo del Apóstol y guiados por una estrella del cielo, como la que no muchos años antes había guiado a los Reyes de Oriente hasta el portal de Belén, caminaron hasta encontrar una gruta que les pareció un buen sitio para depositar los restos mortales que llevaban consigo.

Sin perder un momento pusieron manos a la obra y tras destruir previamente el Ara Solis, un altar en el que, pese a las predicaciones del santo Maestro, la gente ignorante de aquellos lugares adoraba al sol, excavaron en el suelo un sepulcro y sin decir una sola palabra enterraron el santo cuerpo degollado y su correspondiente cabeza que, pese a las prisas con que se había llevado a cabo toda la operación, ellos no habían olvidado. Luego levantaron allí mismo un edificio que más tarde sería transformado en capilla. Teodoro y Atanasio, los discípulos que el Apóstol había preferido a los demás, se quedaron custodiando la reliquia, mientras los otros salían por los campos y poblados a seguir predicando el Evangelio. Cuando los dos custodios murieron, se los sepultó junto a su Maestro.

Pasados los siglos se descubrió los restos y se los veneró. El lugar se llamaba Libredón. Es la actual Compostela.

Dícese que la cruel Reina Lupa, admirada de tantos prodigios y hechos milagrosos, se convirtió de inmediato a la fe verdadera.

Y con esto doy comienzo a la historia de mi peregrinación.

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Camiño Ribadeo
Imagen de Camiño Ribadeo
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