Cutregrino: hacer el Camino a costa de los demás
Ya hace tiempo que se ha asumido, en la parroquia jacobea, el término «turigrino» para designar a aquel peregrino que, más que motivado por los elementos que forman parte de la tradición de la ruta, o al menos empapado de su cultura, se inclina claramente, traspasada una figurada línea roja, hacia ese modo de entender el Camino más propio de los turistas, esto es, como un acto de consumo insustancial. Pero ahora no vamos a definir cuáles son los rasgos que definen a un turigrino, porque estimamos que de todos son bien conocidos.
En esta ocasión, ya que en los tiempos que vivimos se inventan continuamente palabras —que se lo digan a Rosalía o a los del reguetón—, permitidnos la licencia de acuñar una nueva y muy necesaria, la del «cutregrino».
Podríamos describir al cutregrino como un personaje que se caracteriza, básicamente, por hacer el Camino a costa de los demás. Sin embargo, su razón de ser y existir no es, como en el pasado, la necesidad, o sea, la falta de pasta, sino una vocación que mezcla la picaresca clásica con la dinámica del aprovechado profesional de turno.
En realidad, el cutregrino es un ser cuya miseria moral es manifiesta, pues bajo la presunción de que todo el monte es orégano, y de que los demás peregrinos, y los hospitaleros, estamos a su servicio, ejercita su racanería siempre que se presta la ocasión, eludiendo cualquier tipo de compromiso con el prójimo.
Si hablamos de pícaros, sentimos predilección por algunos peregrinos históricos que tenían este talante muy acusado, por ejemplo el inefable Nicola Albani, pero sobre todo el sastre picardo Guillaume Manier, cuyo memorable diario, en el que relata la peregrinación que realizó en 1722 con tres compañeros, es todo un manual de supervivencia en tiempos difíciles y sin un real en el bolsillo. Nos encanta, especialmente, su descripción de los conventos compostelanos en los que tomar la sopa boba y otros «manjares», con el horario bien descrito para que el hambriento pudiese llenar la panza y así mejor emprender el camino de vuelta.
Merecedor de ser nombrado santo patrón de los pícaros, Manier es un peregrino simpático con el que se puede conectar fácilmente, sobre todo si entendemos las circunstancias en las que le tocó peregrinar, que no eran, precisamente, las del desenfrenado consumismo que caracteriza el estado de bienestar.
Hecha la interpolación volvamos al cutregrino del presente, que como ya hemos indicado se caracteriza sobre todo por su radical tacañería, y también por gozar de los pequeños triunfos que le permiten vivir de gorra en el Camino. En este caso se trata de algo intrínseco en la forma de ser de una persona, y no tanto consecuencia de esos blogs o videos titulados «¿cómo hacer el Camino de Santiago gastando lo menos posible?», en los que incluso se llega a afirmar que se puede vivir en el itinerario, durmiendo bajo techo, digiriendo tres comidas al día e incluso tomando alguna caña y visitando algún museo, con menos de 10 € por jornada.
Además de ganarse la confianza de otros peregrinos, porque el cutregrino no es un pobre de solemnidad ni un colgado harapiento, ni tampoco un joven sin recursos o parado, perfiles que tendrían una justificación razonable, el elemento en cuestión elige muy bien los lugares en los que comprar, comer y dormir, y aprovecha la más mínima oportunidad para irse de rositas con simpas, aceptando invitaciones y ya le tocará a él una futura ronda que nunca tendrá lugar o, sobre todo y aquí radica el éxito de su máximo ahorro, acudiendo a los albergues de donativo.
Como bien expresa el Padre Ernesto de Güemes, donativo no quiere decir gratuidad, sino compromiso, lo cual traducido al lenguaje cotidiano, sería algo así como «el precio lo pones tú», ejercitando una suerte de compromiso social.
No obstante, el cutregrino entiende donativo como: que me paguen la estancia los demás, sobre todo los ricos teutones, nórdicos o estadounidenses. A mayores, siempre buscará justificaciones a su actitud, tales como que los albergues están subvencionados por el Estado, la Iglesia, las asociaciones de empresarios o la Mafia. De este modo él es quien hace un favor a los buenos y tontos samaritanos que acogen, ya que de otro modo estarían cruzados de brazos y aburridos.
Creo que en este ámbito podemos identificar perfectamente a los cutregrinos, y bastarían algunos relatos, entre los publicados por los hospitaleros indignados, para corroborar nuestra hipótesis.
Hace ya algún tiempo, al albergue de donativo de Corcubión llegó un peregrino que aunaba la cutrez con el descaro ideológico. Bien vestido y hablando con educación, al entrar, y expresarle el hospitalero que allí estaba la caja para que depositara el donativo que considerase oportuno, replicó al instante que él no pensaba dejar absolutamente nada, porque sabía perfectamente que estos albergues estaban financiados al 100%, y que él, al peregrinar, estaba de hecho promocionando el Camino, por lo tanto statu quo, todos contentos y asunto zanjado. Pero el hospitalero de aquel turno no era de los que se dejan mangonear, y le dijo que allí podían quedarse quienes no tuviesen dinero, que se podía entender al final del Camino, y así lo expresaran con sinceridad, o simplemente quienes no dijeran nada y nada dejaran, todo en anonimato, pero que los jetas, prepotentes y sabiondos ahí tenían la puerta. El peregrino, o lo que fuese aquel sujeto, amenazó con presentar denuncia en todas las instituciones y organismos habidos y por haber, ayuntamiento, Xunta, Guardia Civil y hasta el Tribunal de la Haya, jurando y perjurando por Tutatis que lo dejase entrar porque tenía todo el derecho ya que era un peregrino e iba con la credencial, y que él se quedaba sí o sí, pero al final fue no que no, y ningún juzgado tramitó, obviamente, querella alguna contra la asociación que gestionaba el albergue.
Episodios similares se reproducen en los albergues de donativo para desazón y hartazgo de los hospitaleros, muchos de los cuales se debaten entre lo políticamente correcto, lo cual implica tragarse los desprecios de esta gentuza, y la reacción visceral, la cual puede conducir, dependiendo del carácter de cada uno, a cualquier cosa.
Hace unos días, un hospitalero muy veterano denunciaba una situación vergonzosa en el Camino Francés. He aquí el relato, cortamos y pegamos:
«Hoy estoy indignado. Ayer llegaron un padre y un hijo madrileños con dos bicis eléctricas. Venían recomendados por José Luis de Tosantos. Cuando les tomé nota y les indiqué la hucha el padre echó dos euros de forma bien visible y ostentosa. Estuvieron toda la tarde con las baterías de las bicis enchufadas, se ducharon, cenaron abundantemente (el hijo se comió cuatro platos de lentejas con chorizo y arroz), se bebieron buenas copas de Rioja,…en fin, hasta les canté un par de canciones porque José Luis de Tosantos les había dicho que yo cantaba con la guitarra.
No me podía creer lo de los dos euros y esta mañana temprano he abierto la hucha, cosa que nunca hago antes de que los peregrinos se vayan, pero quería asegurarme. En efecto había un billete de diez euros que yo había visto echar a una chica italiana y los dos euros, uno por cabeza del padre y el hijo. Como se encontraban aún aquí preparando las bicis le he dicho al padre:
-No se olvide de echar un donativo.
A lo que me contesta:
-Ya lo eché ayer.
-¿Dos euros entre los dos?
Yo creo que eso no era un donativo, sino un insulto. Buen motivo para reflexionar hoy sobre la miseria humana. ¡Idos con Dios!
Y me metí en el albergue, pero dentro, así que cerré la puerta con llave y pasé por delante de ellos camino de la casa que ocupamos junto a las ruinas. Al pasar por su lado no me pude contener y les dije:
-¡Qué poca vergüenza, qué cara más dura!
Y un poco más allá me volví y les volví a gritar: ¡Turistas de mierda! Mientras me daba golpecitos en la cara con la mano al revés en ese gesto que significa ¡Caraduras!
A veces puede uno perder los papeles y yo los he perdido esta mañana.»
Resulta evidente que sobran los comentarios.
Podríamos incluir otros muchos relatos similares, protagonizados no por personas sin medios, insistimos en el dato, sino por caraduras que se aprovechan de la buena gente para ahorrar dinero y, probablemente, gastárselo en vicios. Suele ocurrir, además y como en este caso, que estos individuos peregrinan con ropa cara y buen equipamiento (las bicis eléctricas no las regalan), y que no aparentan ser gente maleducada, pero dentro de ellos anida esa miseria humana que los hace incompatibles para vivir en sociedad.
Proponemos, además de reaccionar con rabia, contenida o no, que cuando sucedan estos episodios se informe cuanto antes a los siguientes albergues de donativo para que estén sobre aviso y, si lo consideran oportuno, ejerzan el derecho de admisión.
Otro tema, por cierto, que acabará explotando antes o temprano, que nadie lo dude, es el de las bicicletas eléctricas y su carga de baterías. Pronosticamos que sucederá lo mismo que con las maletas. Al tiempo.
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