
Ideas peregrinas en un Camino desde Bilbao.
La primera noticia que tuve de un Camino de Santiago que llamaban Olvidado la encontré en un libro que había en el albergue de Rionegro (del Puente). Me entusiasmó la idea, por muy hipotética e incierta que pareciera, de poder recorrer algún día un brumoso itinerario rescatado de un tiempo anterior a que el Camino fuera El Camino. Entonces no imaginaba que ese Camino pudiera resultar tan esquivo conmigo.
Tardé en decidirme y llegado el momento, prácticamente con un pie en el estribo del tren y la mochila colgada del hombro, antes de poder iniciar la marcha todo se fue al garete por la irrupción imparable de un bichito decidido a triunfar en el mundillo de la enfermedad y el sufrimiento. Despertaba la primavera de 2020 y ante mis narices me robaron el mes de abril, como a Sabina. El de abril, el de mayo y alguno más. Me tuve que quedar en casa, como todos. Pero para mi ese Camino había salido del olvido y eso no tenía vuelta atrás.
El testimonio de quienes lo recorrían suponía una llamada. Eran escasos. No demasiados pero cada vez más numerosos. La creciente afluencia de nuevos pasos removía la niebla que velaba la visión de un Camino que ya iba siendo recordado. Surgía una imagen de contornos difusos con la que se pretende recobrar la memoria de un tiempo anterior a la fiebre mercantilista que casi todo lo abarca. La magia perdida que muchos ansían recuperar.
Sin embargo los relatos recientes reflejaban otras facetas del cuadro final e iban quedando al descubierto las cortantes aristas de la realidad. Largas etapas con escasos alojamientos asequibles para el caminante solitario. Localidades mayormente vaciadas de habitantes y añosos los que todavía permanecen. Servicios de restauración y apoyo bajo mínimos, más mínimos que los que se suelen señalar durante una huelga en el transporte público capitalino fuera de la hora punta.
¿Era esa la magia de aquellos tiempos heroicos que yo no viví? ¿Encontraría disponible algún pórtico de iglesia o podría cobijarme en las marquesinas de las paradas de los escasos autobuses?
Pero, según dicen, las gentes de esas tierras suplen esas carencias con un espíritu abnegado hacia el caminante. Espíritu que en nuestros tiempos, como en cualesquiera otros, siempre puede complementarse con una cartera suficientemente provista para poder acceder a los servicios ofrecidos por la economía de mercado, en la que cualquier vicisitud se puede superar sea uno turigrino accidental o peregrino vocacional.
Así durante un tiempo esas cosas iba yo barruntando…
(Esas y otras también, como la proporción entre asfalto y caminos terreros; o lo que sobre el mapa parecían maravillosas etapas por el monte que daban rodeos aparentemente innecesarios salvo para el deleite estético y, tal vez, también espiritual del caminante, lo cual yo compré inmediatamente porque no era moco de pavo en realidad.)
… esas cosas, decía, barruntaba yo mientras me decidía por una nueva fecha para iniciar ese Camino que iba regresando a la vida.
Tres años después del primer intento. De nuevo en primavera. Esta vez no iba a dejarme robar la cartera (reloj no utilizo). Ni tampoco el mes de abril, porque pensaba salir en mayo.
Pero tampoco pudo ser y otra vez se alteraron mis planes. En esta ocasión los sospechosos habituales fueron un par de caídas en la calle y los cotidianos problemas de salud. La edad, que no perdona. Y mi madre edad tiene, y mucha.
Felizmente recuperados, ella de sus dolencias y yo de mis sucesivas decepciones, esta vez si. ¿A la tercera, irá la vencida?

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Gracias Papa por más esa brillante crónica!
¡Ya era fan tuyo hace tiempo y después de conocerte en persona este sentimiento se desbordó!
Buen Camino que te sigo al lado!
(Doble, disculpe)
Como te envidio!. Si la foto es así de bonita cómo será la realidad que guarda la mente humana. Creo que tu camino no va a hacer honor a su nombre olvidado.
Te sigo. Buen Camino
Buscaba una palabra que pudiera expresar como me siento cuando veo una salida de sol o puesta como la que nos has regalado en la última foto. La tengo solo en catalan, disculpar.... "embadalida" (embelesada). y es que consigue hacerte sentir pequeño, muy pequeño ante tanta belleza y al mismo tiempo grande, muy grande, diria que casi poderoso, con gratitud y paz interior.
Lo de las moscas, molestas si lo son. Afortunadamente en unos días serán solo una anécdota.
Te sigo.
Abrazo
Era jueves 28 de septiembre.
Cuando llamé al albergue de Puente Almuhey la hospitalera me preguntó, ¿vas a hacer la etapa A o la B? Pues había pensado hacer las dos y así sabré cuál me gusta más. ¿Podré quedarme dos noches? Sin problema, me dijo.
La primera variante la recorrí ayer por valles surcados de energías telúricas. La segunda puede que fuera, tal vez, más fiel al hipotético camino recorrido por los primeros peregrinos. Porque el problema que tuvieron que afrontar aquellos fue cruzar los ríos. Antes que Guardo se fundara el Carrión parece que se cruzaba, kilómetro arriba kilómetro abajo, cerca de lo que hoy conocemos por Velilla.
A mi viajero imaginado lo dejé el otro día en la Cervera de entonces buscando algún paso para atravesar las montañas. Lo dirigirían probablemente más al oeste para buscar lo que quedara de la calzada que había llegado en su día a Tamaris, o Tamaria, la ciudad de los que fueron los Tamáricos antes de que los sometieran los romanos y luego, tal vez, de sus descendientes o sucesores debidamente romanizados. Hoy de ellos quedan poco más que las Fuentes Tamáricas en Velilla y cuando llegué estaban secas, o sea que mal fario, o eso se suele decir.
Esa calzada parece que en su día remontaba el Carrión, lo cruzaba a los pies del Curavacas y atravesaba la cordillera, para después adentrarse en Liébana. Por tanto él, tal vez, se dirigiera hacia el recientemente constituido Monasterio de San Román de Entrepeñas, que seguro ejercería en aquellos momentos notable influencia en la repoblación de la comarca que, andando el tiempo, se llenaría de pueblos apellidados “de la Peña”.
Voy a dejarlo solo para que continúe su viaje como Dios le de a entender. Hasta Oviedo, hasta Santiago, o a dónde desee dirigirse. Yo ya le he dado suficientes indicaciones para que pueda seguir por su cuenta. A los hijos llega un día que hay que dejarles volar solos. À bientôt mon fils! Espera, que por muy franco que sea todavía no podrá entender francés. Sit Deus vobiscum, fili mi. Eso seguro que lo entiende.
A mí el camino no me llevó desde esos supuestos herederos “de la Peña” directamente a Velilla. La calzada no existe y del monasterio solo queda una torre ruinosa. Pero ahora atisbo un posible motivo de porqué los peregrinos tomarían una ruta que ascendía a más de 1300 metros de altitud para llegar a Puente Almuhey, el cuál alcanzarían bajando al otro valle, de nuevo tal vez, por otra calzada que parece que seguía el curso del rio Cea.
Así que me levanté tempranito tempranito y tomé el tren de regreso a Guardo. Así que me levanté tempranito tempranito y tomé el tren de regreso a Guardo. Caminé por el arcén de la carretera y en un visto y no visto me planté en Velilla. En realidad fue más bien no visto y no visto porque la oscuridad me envolvió enseguida y tuve que alumbrarme con la linterna. Hasta que lo vi, Stop. No era una señal de tráfico sino el nombre del bar en el que entré para desayunar y comprarme algo para comer luego.
La ruta a partir de ahí no estaba señalizada con flechas, ni amarillas ni de ningún otro color, hasta alcanzar la parte leonesa del trazado. Así que era posible recuperar las sensaciones de cuando en cada cruce había que preguntar a un lugareño o, a falta de este, lanzar una moneda al aire. Pero como ya en la primera bifurcación perdí el camino, me dejé de romanticismos y eché mano de las muletas tecnológicas. Así me pude concentrar en el disfrute del recorrido.
Subiendo. Primer piso. El robledal. Todo para mí. La oscuridad en el bosque de robles resulta cegadora. A veces es densa y da sensación de ahogo. A ratos ni los pájaros cantaban. Me sentía como un Hansel de pacotilla adentrándose en la espesura y viendo que se ha olvidado de coger las miguitas de pan para marcar el camino.
Segundo piso. El hayedo, planta juvenil. Árboles jóvenes y otros más chiquititos bordean el sendero. La hojarasca amortigua el sonido de mis pasos y así no molesto a los pajaritos que pían sus tonadas.
En el tercer piso encuentras las Hayas. Con mayúsculas. Y te quedas con la boca abierta ante la belleza del bosque. El Sol aquí si encuentra cómo entrar entre el follaje. Juguetea con sus dedos entre las hojas y se filtra hasta el suelo intentando, aunque en vano, revivir con su tibio calor las hojas muertas que tapizan la tierra. En un juego del escondite de luces y sombras todo era silencio a mi alrededor.
Silencio, también, de los restos de las antiguas explotaciones mineras. Duermen allí desde los tiempos en los que se maltrataba la montaña horadando galerías en las que inyectaban, a cambio del carbón, la vida de quienes lo extraían. En las montañas, por fuera y por dentro, quedaron los esqueletos de aquella industria. En los pueblos se instaló el fantasma de la decadencia que lenta pero inexorablemente, más pronto que tarde los borrará del mapa y del futuro.
Casi llegaba arriba y se me acababa el bosque. Antes de salir a un claro un tenue rayo de luz se filtró entre las ramas e iluminó una hoja caída en el camino, otoñal y amarilla. Seguí subiendo hasta el collado donde empieza León y volví a encontrar las flechas, también amarillas, naturalmente.
La vista de las montañas eleva el espíritu y te vuelve más liviano. El problema era que la envergadura de las matas de escobas impedía toda visión del panorama circundante. Las flechas indicaban a la izquierda, hacia Caminayo. Pero esa pista que ascendía a la derecha, ¿a dónde conducía? Consulté el mapa (benditas muletas tecnológicas) y vi que subía hacia las nubes, a la Torre Magalana. 1700 metros más o menos. Allí las escobas no obstaculizarían la visión y además podía enlazar con el Camino otra vez por el otro lado. Me vine arriba y empecé a subir por allí.
Unos buitres levantaron el vuelo justo cuando estaba llegando. No sé si vine a incordiar su descanso o si echaron a volar para tener mejor perspectiva que yo. Las vistas desde arriba eran espectaculares. Hacia el norte, hasta las montañas que cierran la Liébana por el sur. Los Picos de Europa mostraban su cresta asomando al fondo. Hacia el sur el valle de Valderrueda y más allá, la llanura, hasta muy muy lejos.
Parecía más el final del verano que el principio de otoño pero el hayedo empezaba a cambiar de color y algunos árboles vestían colores ocres. Aunque también es posible que se debiera a la sequía.
Abajo en Caminayo el bar estaba cerrado (qué raro, pensé). Un señor que paseaba me ofreció una cerveza, aunque decliné amablemente ante la posibilidad tener que acompañarle a su casa a buscarla y verme obligado a subir de nuevo hasta lo más alto del pueblo. Bueno, me dijo, a estas horas en Morgovejo encontrarás el bar abierto. Eso espero, pensé.
Al bajar iba escuchando atentamente los ruidos del bosque. Hay osos en la zona y el hombre de Caminayo me explicó que a veces se dejaban ver cerca del pueblo. Cuando tienen hambre van a buscar las colmenas. Pero tranquilo ahora encuentran mucha fruta silvestre. Sin embargo yo no estaba del todo tranquilo y además algo se movía en la espesura. Aceleré el paso de forma instintiva y de reojo miraba a las ramas que se movían. De repente dos grandes criaturas irrumpieron en el camino, afortunadamente por detrás de mí. Por poco no arranco a correr despavorido. Es increíble que esas vacas enormes puedan moverse con soltura entre la maleza y no caer rodando por esos desniveles.
En Morgovejo entré al bar (¡al fin uno abierto!). Le pedí a la encargada una cerveza señalando el dispensador del barril pero ella me sirvió un minúsculo botellín. ¿No tenían de barril?, le pregunté. Sí, pero no dijiste nada. Nada más que añadir. Póngame otro, por favor.
Muchas gracias y buenas noches.
Cada día mejor
Esta primavera estuve de ermitaño en una zona montañosa/boscosa del sur de Salamanca, y puedo asegurar que los robledales tienen "química atmosferica" (no sé ni cómo llamarlo) muy distinta - y mucho más benigna- que los bosques de pinos o eucaliptos. Si creyera en cosas como los chakras y tal, te diría que a uno se le cristalizan de forma mucho más diáfana con un robledal que con un pinar. Pero qué te voy a contar a ti, que lo viviste...
Qué atrevido.

Ya sé que me repito, lo siento, pero eres un artista de la palabra y da gusto leerte.
Más madera!
Era viernes 29 de septiembre.
Cuando llamé por primera vez al albergue no conocía a su hospitalera, evidentemente, aunque algo había leído de su carácter y su amabilidad. Cuando me marché después de las dos noches consecutivas pensé que allí había encontrado una persona con un corazón cinco estrellas, aunque dicho así parezca la valoración de una compra online. Parecía siempre dispuesta a ver las cosas buenas de quienes llegábamos a aquella casa, como me dijo ella, con el alma limpia y las botas sucias. Lo de las botas resulta sencillo de ver. Pero atisbar el alma no es fácil. Requiere discreción y una mirada limpia y generosa, para que aquella decida mostrarse, saliendo de detrás de los velos del disimulo o de la timidez. Haberla conocido había sido uno de los mejores regalos de este viaje.
Amaneció un nuevo día en Puente Almuhey. Mi intermitente compañera de viaje parecía haberse resentido de lo que fuera que le provocaba el dolor en su pierna y decía que caminar se le hacía insoportable. No la veía así desde el día que dejamos Santelices. Sin duda estaba pagando el esfuerzo de haber recorrido la etapa por Caminayo, aunque lo hubiera hecho en dos jornadas.
Parecía decidida a detenerse un día para descansar o incluso a saltarse la etapa y acudir al médico en Cistierna. Pero no lo hizo. Ni se quedó a descansar, ni cogió ningún tren para ir al médico.
Aún no había salido yo del pueblo y vi que se aproximaba caminando. Supuse que le habrían hecho efecto los analgésicos y que decidió realizar la etapa. No dijimos nada más y emprendimos camino hacia Cistierna, aunque cada uno siguiendo su propia cadencia.
Aunque vine a este Camino mentalizado para no encontrar a nadie y recorrerlo en soledad, lo cierto es que me estaba acostumbrando a que estuviera cerca. Y me alegraba de ello, tenía que reconocerlo.
Además ella disfrutaba de una faceta del Camino que a mí me resulta un tanto ajena, sus gentes. Parece que se le confiaban, le hablaban, le explicaban sus cosas. Su Camino es el camino de las personas y del contacto con ellas. Camino del paisanaje frente a un camino de paisajes. Aunque sea el paisaje íntimo de un viaje interior que no sé a dónde me va a conducir exactamente al final. Creo que me estoy perdiendo algo de lo que ella sí que es capaz de disfrutar.
En la jornada de ayer a ella en su renqueante recorrido por la montaña la habían acogido para pasar la noche en Caminayo, aunque allí no suelen ofrecer alojamiento. Además también pudo admirar las mismas espectaculares panorámicas desde lo alto de la montaña porque sus anfitriones la acompañaron en coche hasta allí (conste que cualquier coche allí no puede subir, por si acaso). Al día siguiente por la mañana en Morgovejo una señora la llevó a su casa y la invitó a desayunar mientras conversaban. Ella luego me lo refería emocionada de gratitud hacia esos extraños que la amparaban. Como a mi esas cosas no me suceden, me sorprendo y me admiro de que ocurran realmente. Los ángeles del Camino parece que existen y, si lo necesitas te cuidan, aunque yo tan solo pueda constatarlo por tercero interpuesto.
En el Camino, como en la vida, sueles guiarte por multitud de señales para no desviarte demasiado del itinerario que esperas recorrer. Puedes llegar a pensar que todo está perfectamente trazado. Aquí y allí encuentras flechas amarillas o hitos, mojones de piedra o metálicos. Pero si de pronto desaparecen esas marcas, como me pasó en el bosque en la etapa de ayer, te sientes desorientado. No sabes hacía dónde has de seguir. Buscas las flechas otra vez y reencuentras la senda… ¿correcta? Tal vez la buena era la otra.
A veces en la vida, como en el Camino, también van surgiendo señales inesperadas que invitan a seguir otros rumbos. Sin embargo lo habitual es que conectemos el GPS y busquemos la ruta que teníamos marcada como correcta. Hace unos días alguien me explicó que recorría el Camino, este concretamente, porque en estas sendas y en estos montes era completamente libre. Por poco me da la risa, aunque conseguí mantener la compostura. Puede que se sintiera así, pero estoy convencido de que en la primera bifurcación no escogería otro rumbo que el que le marcara la flecha amarilla, el correcto. Solo los más intrépidos, o los más inconscientes, la ignoraran y se lanzaran a destinos desconocidos. Ellos, y solo ellos, o ellas, podrán saborear esa libertad de elegir. Pero a cambio tendrán que asumir el precio que pueda corresponder.
La iglesia de San Martín de Valdetuéjar se alza en un promontorio junto al Camino. Al pasar vi una Sirena que me observaba. Según cuenta la tradición unas mujeres fueron transformadas en esos seres por lascivas y como castigo por seducir a un par de monjes, que eran tan lascivos como ellas pero que como no eran mujeres no fueron convertidos en nada. Sucumbí a sus cantos, y a sus encantos, y me acerqué para contemplarla mejor. Afortunadamente no quedé subyugado por su belleza y pude seguir mi camino sin tener que taparme ni los oídos ni los ojos. Advertidos quedáis todos, peregrinos (y peregrinas), cuidaos del peligro de quedar atrapados por tonadas hechiceras, sean de sirenas o de ninfas. Porque las sirenas son de agua salada y entre estas montañas la mar salada haberla, no haila.
Por encima del Santuario de la Velilla emergían peñas blancas, islas pétreas en un mar de robles, que marcaban hitos en el rumbo de quienes navegábamos por estas montañas. ¿No dije que no había mar? Me explicó un pastor que corren los osos por esos montes pero que como tienen comida suficiente allí arriba, no molestan. Como hay poca gente que les moleste a ellos suelen dejarse ver con relativa facilidad. Lo mismo dijo de otros bichos grandes como ciervos y venados (ahora no sabría decir si ambos son lo mismo). Pero yo no creía que fuera a ver más animales que las vacas porque con el calor que hacía estarían a la sombra descansando. Pero me equivocaba.
Las vistas desde el collado resultaban impresionantes. Bajando por la otra vertiente, a los pies del macizo (de Peñacorada), sí que había animales: ovejas. Y si había ovejas, también mastines. La experiencia no resultó traumática. Ellos hicieron su trabajo y me invitaron, sin aspavientos ni alharacas, a continuar mi camino. Yo seguí sus instrucciones y fui capaz de controlar mi ansiedad. Creo que por fin voy progresando adecuadamente.
Muchas gracias y buenas noches.
Qué bonito tu escrito. No te quepa duda que ángeles hay pero sobre todo buenas personas. Cuídate de las sirenas como hizo Ulises pero manten los ojos abiertos a la belleza.
Cada día espero tus noticias. Buen Camino.
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La sirena esa me recuerda a las serranas hombrunas que violaron al arcipreste de Hita. No habría estado mal que incluyeras una peripecia de ese tipo en tu crónica.
... lo cual me lleva a repensar el tono general de lo que voy leyendote: cuando dices que tu compañera interactua más con la gente, pienso que hay algo de "peregrino accidental" en la cultura del Camino actual standar: tenemos el riesgo de convertirnos en turistas pasivos que sólo interactuan como clientes, cuando llegamos a "áreas de servicio". Y la dimensión "picaresca" del peregrino tradicional no sabemos qué hacer con ella, porque en realidad no brota de una imperiosa necesidad interior (de supervivencia, o de conversión vital/espiritual)... vendría aquí a colación el tan manido concepto de "área de confort", y como ya van dos veces que uso la palabra "area" me paro a pensar si no es que a priori "delimitamos" un "cordón sanitario" geográfico y vital donde desmelenarnos "con discreción".
Leyendote me vienen a la cabeza los viajes de Cela, y me pregunto si su "interactuacion" era tan genuina como la del arcipreste de Hita con las serranas, o postureo de señorito dándoselas de pícaro.
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Era sábado, 30 de septiembre.
Salimos de Cistierna con las primeras luces habiendo tomado tan solo un triste café. Tras saludar al Esla y cruzarlo por el puente de Mercadillo fuimos en dirección a Boñar.
Enseguida me sentí discurriendo en soledad por caminos y sendas. Penetrar por esas veredas tenía algo de profanación. Sin más sonido a esas horas que el trino de los pájaros y el de mis pasos, calzados con las botas, hollando el camino. El bosque me amparaba y me resguardaba al verme desvalido y solo, excepto por el escuálido bastón que me servía de apoyo. Transitaba por un espacio que me era ajeno y aspiraba a ser aceptado. Integrarme como si fuera el mío propio. Me gustaba pensar que podría formar parte de ese entorno que me envolvía. Pero mi paso era necesariamente fugaz. La conexión no acababa de producirse. Conservaba mis ataduras. Hogar, familia, amistades, relaciones, trabajo. El cordón umbilical me unía a mi casilla de salida.
Formar parte de algo más grande que uno mismo. Gozar de reconocimiento. Antes se explicaban las experiencias conversando o, madurándolo un poco más, se ponían por escrito para que otros las leyeran. Hoy la inmediatez de las redes a las que a veces estamos, en mayor o menor medida, conectados hace que cualquier ocurrencia o vivencia sea accesible prácticamente en directo y podamos comprobar con igual rapidez la aceptación de los demás a golpe de aplauso, like, pulgar arriba o corazones y besos.
Hacer algo para nosotros mismos sin explicárselo a otros parece un derroche. Ir a algún lugar y no compartirlo para que alguien lo vea, un sinsentido.
Antes se castigaba a las amistades con un pase de las diapositivas (qué antiguo suena eso) del último viaje de vacaciones, pero a cambio se compartía con ellos una cena en casa. Ahora se cuelga un video en alguna parte de internet y se les envía el enlace para que lo puedan ver si lo desean. Antes, como ahora, se esperaba recibir alguna modesta muestra de reconocimiento. Aprecio, afecto. Ahora puede que te ahorres la cena pero no disfrutarás la compañía de esos amigos. Los de las redes ni siquiera se sabe quiénes son, ni si realmente están ahí.
A mi compañera de viaje parece complacerle el juego de compartir sus vivencias en el Camino mediante videos. En ellos muestra sus recorridos y expresa su estado de ánimo o lo que la inspiración le va dictando. Cualquiera pudo estar al tanto de que en Cistierna acudió al médico de urgencias e incluso el tratamiento que le prescribieron y, en los días sucesivos, el efecto de los medicamentos y la evolución de su lesión (relativamente positiva, ya lo adelanto). En nuestras más o menos breves coincidencias durante las etapas la compañía puede resultarle inoportuna cuando quiere realizar sus grabaciones. Discretamente, y gracias a mis botas de siete leguas marca ACME (como las del Correcaminos), abrevio dichos encuentros durante la ruta y, haciendo mutis por el foro, sigo mi propio viaje. Si al final de la jornada le preguntara el por qué de tanta exposición observo que su respuesta resulta defensiva, como si por mi parte le dirigiera censura o reproche, lo cual niego, en el fondo también yo a la defensiva. Sin embargo, dejando de lado el medio utilizado, la comprendo cuando me veo aquí retorciendo las palabras para intentar explicarlo mientras espero que me alcance el sueño.
¿Y no pasó nada en el recorrido hasta Boñar? Sí y no. Sobre todo, más calor y más moscas.
Mientras descansaba a la sombra junto a una fuente de agua bien fría en un pueblín llamado Acisa de las Arrimadas (en este viaje abundan los pueblos con nombres peculiares) un hombre con más ganas de conversación que de arreglar un grifo que se le había roto en casa, me explicó que hubo en Sabero, cerca de allí, un proyecto de industria siderúrgica de capital británico que construyó el primer alto horno de este país, antes que en Asturias o que donde los vascos, pero que duró pocos años porque no llegaron las infraestructura de transporte prometidas por el gobierno de turno de Madrid. Nada nuevo bajo el sol después de más de cien años. Luego sólo se pudo extraer el mineral y, con el tren que al final se construyó más tarde, enviarlo para crear valor lejos de estas montañas. En los 80 se liquidó también la industria minera a cambio de indemnizaciones.
La gente de aquí tiene un carácter huraño, dijo. Eso me suena, pensé. ¿Será el paisaje? Contesté no muy convencido, porque el paisaje es agradable. Es que no socializan. El trabajo hace que la gente se relacione y aquí desde que cerraron las minas, trabajo no hay.
Antes de salir del pueblo me encontré con un mojón del kilómetro 0 de la nacional de Galicia. Habían señalado un nuevo centro del universo colocando el 0 kilométrico de este país. La plaza del Sol de Madrid ahora está en León, cerca de Boñar. Tal vez ese movimiento tectónico provocara el pequeño terremoto que notaron justamente a esas mismas horas en buena parte de la provincia.
Nada abierto hasta Boñar me habían dicho. Pero en Devesa de Boñar la promesa de un bar abierto se anunciaba con un cartel bien rojo: Teleclub. ¡Y las mesas estaban en la sombra! Una buena cerveza fría y un pincho de pan con queso. En ese momento fue el mayor placer que podía ofrecerme la vida.
Muchas gracias y buenas noches.
Pulgar hacia arriba
, corazón
, beso
, like, like, like...
Mil palabras valen más que una imagen.
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No te quepa la duda: narrar lo vivido es parte del disfrute. Casi diría que antroplogicamente los relatos nos han conformado como individuos y como sociedades desde el tiempo de Altamira (¿por qué se "recreaban" pintando las cacerías de los bisontes?).
Hoy día, por ejemplo, el periodismo deportivo escrito tiene como casi única función re.crear la emoción de la azaña vivida.
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Que gracia mover la Puerta del Sol a León. Debía pesar mucho. Placer leer tu relato.
Buen Camino
Graciñas Joseppb. Un saludo.
Hola Papa
Creo que tienes un dilema muy interesante en tu Camino.
Veamos cómo se resolverá esto.
Bien podría ser posible que nos volvamos a encontrar en el Camino.
Seguiré tus pasos para intentar ajustar los míos.
Fuerte abrazo y buen Camino!!
Ahora lo veo complicado. Abandoné ayer el Francés sin llegar a Cebreiro y voy camino de Lugo. Un abrazo.
Era domingo, 1 de octubre.
Hoy la etapa podría pensarse que se trataba de un capricho concedido a los aficionados a subir y bajar montañas. Sin embargo un caminante de otro tiempo primero hubiera preguntado si había ríos que cruzar y por dónde se podía hacer. El mapa nos muestra hoy que en Boñar, en Valdepielago y en Villalfeide hay puentes que han resistido, con mayor o menor fortuna, el paso del tiempo y que se pueden (y antiguamente se pudo también) cruzar los ríos que hubieran interrumpido nuestro caminar, el Porma, el Curueño y el Torio, respectivamente. Así el caminante actual, yo mismo por ejemplo, se felicita de estar recorriendo una ruta con una solera acreditada.
Para intentar evitar en lo posible el calor más inclemente salimos antes de que hubieran puesto las calles y tuvimos que romper la oscuridad con la luz de las linternas. Le escatimamos unos cientos de metros al recorrido evitando el rodeo que supone llegar hasta el Puente Viejo de Boñar, que yo ayer ya visité, y franqueamos el rio por uno más moderno.
La alegría de la mañana nos la dieron en La Mata de Bérbula (otro pueblo con nombre difícil de recordar) porque el bar que habitualmente no suelen abrir hasta mediodía estaba atendiendo a los cazadores de una montería. Como donde comen muchos también pueden comer dos más, pudimos desayunarnos con un inesperado café con sus rosquillas (de cortesía), tranquilamente sentados en la terraza solazándonos al cálido sol matinal. Ese sol tan amable a esas horas tempranas más tarde mordería, pero eso sería luego. Además el día nos depararía una segunda alegría en cuanto a hostelería reparadora, pero eso también sería más tarde.
La ascensión al primer collado fue trabajosa, por una pedregosa y empinada trocha que agradecí que estuviera bien seca, pues me recordaba la bajada de aguas de un torrente. Una vez arriba las panorámicas eran grandiosas.
Por el lado que venía (no consulté la brújula para identificarlo adecuadamente) la vista abarcaba lo que supuse que era el valle del Curueño, porque el rio que atravesamos en Valdepielago así se llamaba. El oído en cambio, incluso allí arriba, fue agredido por el ruido de la motosierra de algún aficionado al bricolaje dominical que parecía querer llenar el todo el valle con su ruidosa actividad.
Por el lado hacia el que nos dirigíamos podía contemplarse el caserío de Valdorria colgado de la pared del fondo. Una blanca corona montañosa lo resguardaba. Un reino de peñas calcáreas, cuyos nombres desconozco, que observaban desde su altura distante al que se acercaba y rehuían cualquier intimidad. El caminante siente el peso de la soledad más completa. Yo, además, sentía el peso que cargaba a la espalda. Bajo esa carga andaba encogido, consciente además de mi pequeñez insignificante.
Una vez llegué al nuevo collado inicié el descenso. Mi compañera de camino se había adelantado un trecho y hacía rato que la había perdido de vista. En la zona del puerto había ganado suelto. Vacas y caballos se movían al ritmo de los cencerros que colgaban de sus cuellos, o sería al revés. Ese sonido, que antes me parecía tan pintoresco, ahora me provocaba cierta ansiedad porque la presencia de las reses puede suponer la de sus guardianes de cuatro patas. Sin embargo todo parecía tranquilo allí arriba y yo descendí despreocupado hasta que un nuevo coro de campanillas me puso en alerta.
El perro vio que el caminante bajaba tranquilo con un largo, pero poco contundente, bastón en la mano. No se incorporó y continuó echado. Hubiera sonreído si fuese capaz de ello. Otro humano con un bulto colgado detrás, pensó (si, pensó, por qué no, dicen que los perros son muy inteligentes). No sabía porqué pero últimamente aparecían más a menudo. Normalmente solos, o solas. La mujer que acababa de pasar hacía un momento se había llevado un buen susto y desde luego no lo iba a olvidar fácilmente. Lo cierto es que mi compañero sobreactúa un poco y es tan grande que parece un killer. Se rió (bueno, lo que sea que haga un perro cuando algo le resulta gracioso). En cualquier caso es divertido y así los chicos pueden distraerse un poco, pensó. El dicho solo habla de cómo se aburren las ovejas, pero la vida del mastín no resulta tampoco divertida. En fin, si no fuera por estos ratos… Bueno ya está aquí. ¡Al lio!
Las ovejas se iban apartando a mi paso y salían del camino. Entonces lo vi. Parecía más grande que cualquier oveja del rebaño y estaba echado en medio del camino, justo en mi trayectoria. No parecía haberme visto así que intenté rodearlo. Fue en vano porque cuando estuve a su altura se levantó de un salto, ladrando con tono grave. Entonces aparecieron otros dos y empezó el recital de los tres tenores. Sin embargo se quedaron tras de mí, guardando sus posiciones y no me siguieron. Enseguida comprendí porqué. Por el camino subía en mi dirección lo que me pareció un caballo a galope tendido. Según se acercaba y crecía, yo me arrugaba y me encogía. Me pareció que tenía las tres cabezas del Can Cerbero, aunque para arrancarme la mía de los hombros le bastaban las fauces de una de ellas. Si yo fuera un Hércules y hubiera dispuesto de un mazo en condiciones en lugar de mi endeble bastón, le hubiera mirado a los ojos retándole. Seguro que le brillaban con reflejos rojos como brasas ardientes. Pero lo que hice fue respirar profundamente y encomendarme a San Froilán, que había vivido como eremita por aquellas montañas. Bajé el palo y le hablé al monstruo con palabras amables, prometiéndole eterna amistad y asegurándole que me iba de allí inmediatamente. Pero aquel animal no respetaba las mínimas convenciones de urbanidad y no se colocó a los dos metros reglamentarios, sino que con su hocico a un palmo de mi pierna, el aire que salía de aquella boca con cada ladrido hacía ondear la pernera de mi pantalón. Me fui alejando de allí lo más deprisa que pude hasta que dejé de sentir su aliento en mi nuca. Entonces sentí un escalofrío y se me empezó a alterar la respiración. Cuando me calmé, seguí y me encontré a mi compañera en un estado parecido un poco más adelante. Sobrecogidos por la experiencia y poniendo mucho cuidado al poner los pies en aquella pronunciada bajada de piedras sueltas llegamos a Correcillas.
El resto consistió en bajar por la carretera. El asfalto estaba caliente como ascuas. Si Dios lo quiere, no quema, miren sino a San Froilán que se metió las brasas en la boca y no sufrió daño alguno. Cuando luego te enteras que hay una antigua senda que une Correcillas con Villalfeide y que discurre a media ladera por el bosque, ya da igual porque los pies ya han alcanzado el punto exacto de cocción dentro de las botas. Y es que yo santo, no soy.
La rutilante luz del Sol de esas horas reverberaba en cada hoja verde de los miles, por lo menos, de árboles que cubrían las dos laderas del valle. Reflejos brillantes de mil tonos, del amarillo limón al verde pistacho ¿Puede un olmo lucir amarillo limón? Aunque igual no era un olmo. Enormes árboles de veinte metros crecían disparados hacia el cielo para poder reflejar mejor los brillos dorados. Los colores se mezclaban en la batidora de esa luz cegadora, que repartió de nuevo las cartas. Ahora los chopos eran verde pistacho y verde lima para algún arce.
La penúltima alegría del día fue la feliz coincidencia de encontrar un bar abierto en Villalfeide. La cervecita fresca le sentó al cuerpo como un regalo.
El Camino seguía a Vegacervera. No pasaba por el puente romano (lo sea o no, así se le conoce por aquí) porque parece que está pendiente de ser restaurado. Así que crucé el rio por un puente moderno y acabé los últimos kilómetros bajo el sol abrasador. Yo no puedo reverberar con la luz, solo quemarme. Bendito paraguas, hoy en funciones de parasol.
Muchas gracias y buenas noches.
Una cervecita ante ese paisaje mmm ¡gloria pura!
Haces que vivamos lo que describes de tu Camino. Muchas gracias a tí.
Espero tu siguiente etapa.
Era lunes, 2 de octubre.
El albergue de Vegacervera está alejado del pueblo y, en realidad, no es un albergue. Cuando llegas y cruzas la verja resulta un tanto descorazonador porque entras en un recinto con cabañas ajadas por la edad. Si tienes compañía, bien. Pero si estás solo mejor templa tu ánimo para cuando caiga la noche. Ni un alma. Ni una luz. Oscuridad total en el exterior. Dos vueltas de llave en la cerradura y, si la hubiera habido, una silla trancando la puerta. El problema vendrá si tienes que ir al baño con prisas. Está en el exterior y mientras desatrancas la puerta, y con lo oscuro que está, tienes bastantes probabilidades de no llegar a tiempo. Sin embargo hay que estar agradecido por tener un lugar para pasar la noche vistas las exigencias de la hostelería en la zona.
Ascendiendo desde Coladilla a través del bosque hasta cerca de Valle de Vegacervera, empezamos a oír el tintineo de los cencerros del ganado. El estrés de las campanas. No preguntes por quién doblan las campanas, lo hacen por mí, por nosotros. Unos ladridos lejanos parecían avisar de nuestra presencia, pero eran tan lejanos… aunque cada vez menos. En un santiamén varias sombras oscuras corrían entre los árboles acercándose a nosotros. Y se acercaron mucho. ¿Es que estos perros consideran que todo el monte es territorio comanche? Vinieron a saludarnos a su manera y luego volvieron por donde habían venido. Los nervios, los nuestros, a flor de piel.
Desde Villar (del Puerto) hacia Ciñera y al valle del Bernesga se descendía por una hoz angosta y espectacular. El paisaje era precioso. Gracias a Don Santiago que no estaba lloviendo, sino aquello podría ser para partirse la crisma. En realidad lo lógico parecería ir hasta La Vid (de Gordón) donde parece que siempre había habido un puente para cruzar el rio, aunque ahora parece que esté necesitado de una puesta a punto. Es lo que hacen los ciclistas, al menos los sensatos porque algún inconsciente parece que bajó por la foz con la bici al hombro.
Luego llegué al faedo (hayedo) de Ciñera. Un paraje mágico, como de cuento infantil con bruja buena. O, mejor dicho, como de parque temático, con pasarelas que guían los pasos de los visitantes y los dirigen. Paz y silencio.
En Ciñera mi compañera de viaje, que se había adelantado, me salió al encuentro y me dijo que un hombre la había saludado al entrar en la plaza y que nos invitaba a tomar una cerveza. Él estaba de espaldas y se volvió. ¡El Doctor Cuñarro, supongo! -dije sonriendo-, un placer conocerte en persona.
Estuvimos conversando un rato mientras nos tomábamos las bebidas. Le agradecí la información que me facilitó cuando contacté con él. Nos comentó sobre la enorme tarea de revitalizar este Camino. Le expresé mis dudas sobre si algún peregrino habría bajado realmente por alguno de los lugares que habíamos recorrido y me recordó la necesidad de cruzar los ríos para justificar el itinierario. Menos la bajada de hoy, que os llevamos por ahí porque es muy bonito, dijo.
Hablamos de la muerte lenta de estos pueblos, que él vive en primera persona. Y eso, dijo, me recuerda que me tengo que ir. Voy al banco a Pola de Gordon porque aquí las oficinas bancarias las cerraron todas… y las tiendas y los bares y las farmacias. Si no sois muy puristas, os puedo llevar en coche. Ufff. Nos miramos ella y yo. La verdad es que pensábamos bajar directamente a Pola sin pasar por Buiza. Claro, dijo él, para qué vais ir a Buiza. Lo cierto, dije yo, es que a mí me iría bien acabar ya esta etapa porque esta tarde he quedado en León, para encontrarme con un amigo que está de hospitalero en Las Carvajalas. Si nos lo ofrecía él, que era el gran maestre de este Camino, no sería tan malo acabar en coche esos últimos kilómetros, ¿verdad? Era la manzana de nuestro pecado original. Si queréis, añadió, esta tarde os llevo a conocer alguna cosa de por aquí. Bueno, me dijo, si tú te vas a León, puede venir solo ella. Sí, claro, respondí algo perplejo. Pero, vamos, que si cambias de planes te puedes venir también. Vale, gracias. En un momento montó el plan para esa tarde y nos dejó en la puerta del hostal de Pola. Lo que yo ya había oído decir, el puto amo.
Muchas gracias y buenas noches.
Gracias Papa!
Fuerte abrazo y buen Camino!
No se merecen
Esperaba tu relato y pasaban los días. Como siempre, gracias.
Gracias a vosotros por la paciencia. Saludos.
He estado enganchada a tu relato como lo estaba a los videos de tu compañera.
Yo también los veía cada día, a pesar de que odio el formato vertical.
En algunos momentos pude ver a Papadopou de espaldas en la lejanía
Vais a tener dos puntos de vista del mismo viaje. Ella me dijo al principio si me importaba si salía en algun video y como yo prefería que no, pues eso, de lejos o de espaldas, supongo. Es que soy muy vergonzoso
Era martes, 3 de octubre (y luego miércoles 4).
Salí de Pola de Gordón y después de hacerme un pequeño lío con las flechas del Salvador por fin enfilé el camino correcto. Era una mañana fresca en la que los gallos llamaron a iniciar el día en cuanto el cielo empezó a desperezarse y a quitarse el pijama de colores.
Me esperaba un largo trecho de ascenso para alcanzar un collado a más de 1600 metros de altitud. El camino buscaba una brecha en la muralla que se alza ante quienes intentábamos atravesar unas montañas que parecían infranqueables.
En el tiempo que duró la ascensión hubo ocasión de tomarse algún respiro y echar la vista atrás para contemplar el horizonte, que abarcaba el recuerdo de lo que en los días previos ya habíamos dejado a nuestras espaldas.
Durante varias jornadas habíamos bajado al fondo de los valles para atravesarlos y volver a remontar nuevas vertientes. Y vuelta a empezar. Con cada travesía crecía el sentimiento de la propia soledad. Aunque tuviera compañía, incluso aunque esta caminara cerca. A pesar que en los días menos buenos se pudiera estar más pendiente del compañero o de que, de tanto en tanto, se echara una mirada atrás, o un mensaje de ánimo. A pesar de todo el interés que se pudiera demostrar, cada cual caminaba consigo mismo, encerrado en sus pensamientos. Y en esa clausura me sentía minúsculo en el entorno tan inconmensurable que estaba atravesando.
Una vez arriba el camino descendía, obviamente. Si no estabas avisado te preguntarías a dónde conducía esa bajada, pues no se veía la salida al fondo del valle. Cuando lo alcancé al fin, hallé el rio que me iba a guiar por una angostura que había labrado a través de las peñas calizas. Fue como caer por un embudo. El agua bajaba deprisa porque se conocía el camino de memoria. Yo tenía que andar vigilando dónde ponía los pies. En un momento en que me descuidé en la contemplación dejé de oír la corriente. Se había escondido bajo las piedras para permitirme el paso por la garganta que me conduciría al otro lado de la montaña. Yo por encima y el rio por debajo.
Entré en un desfiladero sobrecogedor. Estaba cortado a cuchillo entre unas paredes que se alzaban verticales para alcanzar el azul del cielo y que se retorcían zigzagueando sobre un lecho de cantos rodados. En algunos momentos se estrechaba tanto que alargando los brazos alcanzaba a tocar ambos lados. El camino discurría por una senda que el arroyo no utilizaba, porque cuando lo hiciera y se llenara de agua por allí no se podría pasar. Era mejor ser cuidadoso porque con la mochila a la espalda no resultaba cómodo moverse y no era un buen lugar para sufrir un percance.
Al llegar al albergue, entre Canales y La Magdalena, habían aparecido como por ensalmo otros tres peregrinos. Uno de ellos, además de echar pestes del recorrido, tenía la cara magullada y su pantalón había sufrido graves desperfectos. Supuse que habría dado algún traspié bajando por el desfiladero.
Precisamente al día siguiente alguno de ellos decidió que las 6:30 de la mañana era una buena hora para levantarse. Empezó el habitual concierto para mochila y percusión. El click de las conchas golpeando contra los muebles, respaldado por el zip de las cremalleras de los sacos de dormir; las imprecaciones porque cada día que pasa cabían menos cosas en un mismo hueco, se elevaban sobre las estridencias de un coro de bolsas de plástico que se arrugaban. La pieza finalmente acabó con el clonck de la caída de algún objeto duro contra el suelo. Naturalmente todo acompasado con diversos comentarios en voz alta.
Al poco rato sonó la melodía de mi despertador anunciando que, ahora sí, era el momento de iniciar la jornada. Nada que ver la anterior sinfonía con la voz melodiosa de soprano que me traía de vuelta del mundo de los sueños. “Sempre libera, nanino nino, nino nanino… Dee volare il mio pensier.”, que Violeta canta en la Traviata. La había cambiado pensando, no sé por qué, que a mi intermitente compañera de viaje le encajaba aquella canción. Al día siguiente pensé que tal vez a ella no le gustara la ópera y la volví a cambiar.
La etapa hasta Riello fue plácida, bastante montuna pero cómoda. Para tomarse un respiro antes de afrontar las siguientes jornadas que se avecinaban, más exigentes por los crecientes desniveles. Después de salir del albergue nos subimos al monte para ver salir el sol. Cumplimentados los saludos de rigor el camino nos llevó por donde antes viajaban las ovejas.
En Riello nos iban a trasladar hasta nuestro alojamiento de esa noche que tenía un nombre de lo más sugerente: “La magia de las nubes”. La propietaria parecía tener algo de bruja buena.
Como las brujas modernas ya no son como las de antes, ella trabajaba. La encontramos en el restaurante en el que comimos, donde era la cocinera. Se movía bien entre marmitas y calderos. Trajinaba con pucheros pero no para elaborar ninguna pócima mágica sino la deliciosa comida del menú que nos sirvieron.
Mientras esperábamos que ella terminara para llevarnos a su casa decidí adelantar parte de la etapa del día siguiente y, dándome un pasein para bajar la comida, llegué hasta Guisatecha, donde esperé en la marquesina del bus a que vinieran a buscarme.
Estaba pensando si esa casa en las nubes no estaría hecha de galletas y chocolate como la de los cuentos y si la bruja cocinera pretendería engordar a los incautos peregrinos para vaya usted a saber qué.
Paró un coche delante de mí y oí que una mujer me llamaba: “¡Eh, peregrino! Yo a ti te conozco”. Abrí los ojos como platos, porque eso ya me lo habían dicho antes en alguna otra ocasión, donde el Reina Lupa de Carmiña. Cuando ella me explicó que había sido la hospitalera en Mansilla (de las mulas) durante muchos años la recordé inmediatamente y me vino a la memoria la última ocasión que nos vimos. Yo terminé el vadiniense en Mansilla y ella me ofreció descansar y ducharme en su albergue aunque no me fuera a alojar allí aquella noche. Anda, sube que te llevo. Y me llevó. Hasta las mágicas nubes, porque ella también vivía allí.
Estuvimos mejor que bien. Pudimos asearnos, lavar la ropa, descansar y al día siguiente reiniciar la marcha donde me había recogido.
Además mi compañera recibió de manos de la bruja residente un tratamiento para aliviar el dolor que arrastraba. Puede que en otros tiempos lo hubiéramos llamado un conjuro o un hechizo. Fuera lo que fuera que le hizo puedo adelantar ahora que tuvo buen resultado.
Puede que la energía buena, positiva, fluyera en ese lugar y puede también que facilitara la comunicación entre ambas. Yo solo estaba allí, sentado a la misma mesa. Ante mis ojos vi surgir esa confianza y como las confidencias sobre su vida fluyeron de manera natural. Sin querer, me enteré de cosas que a mí no me había explicado en los días que habíamos compartido.
Ese tipo de conexión personal no suelo echarla de menos porque supone reciprocidad y a mí me acostumbra a costar. Aunque reconozco que en ocasiones me gustaría poder disfrutar de ella.
Sentí con cierta incomodidad que estaba de más allí y, con una extraña mezcla de sentimientos entre el pudor y la envidia, las dejé solas para que pudieran conversar tranquilas.
Muchas gracias y buenas noches.
¡Cómo me está gustando recorrer el Vadiniense en tu mochila! Y sin cansancio ni agujetas, un gustazo!
Vamos!
Buenos días, madrugador. Revisa tu gps que no caminaba el vadiniense... si te acuerdas solo oo pisamos de refilon en Cistierna

Siempre me pierdo por el camino, es una costumbre y una manera de conocer mundo (consuelo de despistados)
Qué suerte encontrar brujas en el Camino !! A mi me ha pasado dos veces, en Camponarraya y Lorca, y desde entonces creo, aunque al principio me asusté de lo que sabían de mí.
Enhorabuena Papadopou. Y gracias una vez más por compartir.
Era jueves, 5 de octubre.
He podido apreciar en muchas ocasiones que en las etapas con bonitos paisajes el espíritu del caminante se distrae en la contemplación de la belleza. La concentración se disipa. Cuando el recorrido resulta monótono la atención en otros detalles puede traer a la mente otro tipo de pensamientos. Los pasos dados son como las cuentas de un rosario, el mantra del caminar.
Veo en el cielo las estelas de dos aviones que parecen perseguirse en rutas paralelas y me pregunto si llegarán a cruzarse en algún momento. El sol asoma detrás de una nube y mi sombra aprovecha para saludarme. En ocasiones camino haciendo girar mi bastón entre los dedos, pero como no tengo alma de titiritero los volatines no se me dan bien y el palo se me escapa. Cae encima de mi sombra que se ríe de mi. Me desafía a una carrera que nunca le puedo ganar. Por las mañanas, con el sol a mi espalda, mi sombra es imbatible. Alguien sabrá, supongo, porqué por las tardes con el sol delante de mis ojos, la sombra es menos veloz y queda rezagada. Será el cansancio de todo el día caminando. Si, será eso porque entonces es cuando consigo dejarla atrás. Pero nunca se despega de mis pies. Llego antes que ella solo por una cabeza, como en aquel viejo tango.
Salgo al Camino no para intentar ganar esa carrera a mi propia sombra. Dejar atrás las rémoras de la vida cotidiana resulta arduo. En algún momento parece que se quedan atrás y me siento ligero, pero no tardo en comprobar que en realidad siguen ahí, pegadas a mis pies. Sin embargo qué alegría mientras dura esa sensación de levedad. Aspiro a mantener la ligereza durante todos los días de la ruta, cuantos más mejor. Cuanto más largo sea el viaje, más lejos llegaré y más ligera será mi existencia. Ya bajaré cuando tenga que bajar.
La etapa hasta Fasgar la esperaba benigna, un pasein para aliviar la subida que nos esperaba al día siguiente. Me estaba gustando caminar esa mañana temprano. Incluso por la carretera, bajo el sol tibio, en lugar de coches escuchaba solo los pájaros y el rio de ahí abajo. Me gustaba también que las vacas me miraran con esa expresión tan… bovina, de curiosidad.
En Cirujales un letrero rojo con una marca cervecera anunciaba un bar. La prensa del día en la ventana venía a decir que abriría pero nada indicaba a qué hora lo haría. A las 12, nos dijo un hombre que trabajaba en el tejado de una casa colindante. Nos marchamos sin poder probar el amable café de Cirujales. El bar se llama así, Bar Amable.
El vaquero seguía al rebaño subido en su bicicleta. Las vacas atravesaban el puente y les cedí el paso educadamente. Has estado haciéndoles fotos y tendrás que pagarme por ello, me dijo al cruzarlo yo. Miré incrédulo al pastor. Era una broma, claro. El hombre se rió a gusto a costa de mi cara de sorpresa. ¿Quien dijo que las gentes de estos valles eran hoscos y huraños? Tal vez si la vida no te obliga a enterrarte vivo en las minas, el aire y el agua de aquí arriba te mantengan el carácter terso, como la piel suave de una mujer y de un vivo color verde esperanza, como el de la hierba fresca de los prados.
Para llegar a Fasgar tienes que confiar. Si sigues las consabidas señales amarillas, que sobreviven sobre pocos tronco y alguna roca, descuidadas, despintadas y cubiertas por la hiedra o el musgo, irás a través de maravillosas sendas bajo el dosel del bosque y cruzando el rio en un par o tres de ocasiones (o tal vez fueran regatos diferentes, no querría menospreciar ningún espíritu fluvial, así que vayan por delante mis disculpas si voy errado). Ahora una pasarela, luego unas piedras, después un puente como Dios manda, o dos. Si se pregunta a los lugareños, como yo hice ante la duda, te dirigen por ahí. Antiguos caminos que comunicaban los pueblecitos. Agradecí no tener que seguir por la carretera bajo el sol de mediodía que ya no era tan clemente ni tibio como por la mañana.
Fasgar es un ejemplo del esfuerzo que supone poder disponer de una estructura funcional en esta ruta. Hay otros actores muy implicados en este Camino y seguro que muchos también muy esforzados. En este pueblo el esfuerzo por mantener el albergue operativo lo soporta fundamentalmente la hospitalera. Si no fuera por ella la falta de opciones en el pueblo haría muy complicada la etapa. Además del mantenimiento de las instalaciones (y de su propio trabajo, familia, obligaciones) se preocupa de disponer y reponer existencias de víveres para que los peregrinos que allí recalen no pasen hambre. En el pueblo no hay tiendas.
Buenas tardes, señora -le pregunté a la primera persona que encontré al salir- . Usted no sabrá si aquí en el pueblo alguien tiene gallinas y puede venderme unos huevos. Habían dejado en el albergue un gran calabacín y se me ocurrió hacer una tortilla para la cena. Pues mira, creo que no porque aquí todos estamos ya muy mayores y tanto trabajo con huertos y animales se hace muy cuesta arriba. Me sorprendió porque en otros muchos pueblos vi las gallinas corriendo libres y me relamía pensando en los huevos que debían poner, fritos y aunque fuera sin patatas. Puedes preguntar donde Fulano en la última casa junto al puente. Pero allí nadie abrió la puerta, así que me quedé sin tortilla.
La hospitalera apareció más tarde. Venía de trabajar, del colegio de su hija, de comprarnos comida para cenar y desayunar. Dijo que ni había podido pasar por su casa. Tendríamos que haberle hecho la ola como homenaje. Le comenté lo de la tortilla y se ofreció a ir con el coche a su casa a traerme huevos, aunque fueran del super. Ni se te ocurra, te vas a casa y te quedas allí con tu hija. Nosotros ya nos arreglamos.
El otro peregrino que había (¿no había dicho que éramos tres en el albergue?, es igual, no lo vi más, como tampoco vi más a los tres de la noche anterior) se arregló lo suyo e hizo una cena comunitaria consigo mismo. Luego mi compañera y yo hicimos también una cena comunitaria, en este caso para dos. Nada que ver con una cena para dos a la luz de unas velas, que conste, además la iluminación era muy buena. Cayó el calabacín, no en tortilla sino con arroz y champiñones… de bote.
Muchas gracias y buenas tardes.
Era viernes, 6 de octubre.
Por la mañana salí pronto de Fasgar, pero no demasiado. Esperé que compareciera el sol. Quería su luz de día recién horneado para saborear los paisajes y deleitarme con las dulces tonalidades de una montaña acabada de despertar y con el rostro todavía húmedo de rocío.
Mi compañera decidió esperar aún más. Presumí que pretendía una jornada de total intimidad y de comunión con el entorno que la iba a envolver. Creo que sus expectativas para esa etapa eran altas y sospeché que no deseaba ni interferencias ni presencias que la alteraran. Yo a lo que aspiraba era a que las imágenes que me ofreciera el día quedaran bien fijadas en mi retina y grabadas en la memoria, y si no para eso estaban las fotos que iría tomando. Sé que de lo peor que le puedes hacer a alguien que quiere estar solo es no permitirle estarlo, así que esperé hasta que las sombras se disiparon y me puse en marcha.
Enseguida me embargó el aroma del brezo, intenso y dulzón. Aunque las flores no las vi. Tal vez solo me estaba imaginando su fragancia. Tan intensamente imaginé que pensé que incluso podía haber algún oso por ahí arriba mirando como ascendía trabajosamente bajo el peso de la mochila. Me empezaba a doler el cuello de tanto levantar la cabeza para otear las laderas rocosas por si atisbaba su presencia.
Entre los abedules encontré una generosa fuente con tres caños. La montaña me obsequiaba con el frescor del agua salida de sus entrañas. Bebí el agua fría casi con ansia, sin tener sed, por puro agradecimiento. Como cuando casi has olvidado cómo es recibir un gesto afectuoso y de repente alguien te regala un abrazo o una palabra amable.
Llegado a lo alto del collado se abrió ante mi vista la cabecera del valle y contemplé el Campo de Santiago tocado por su corona de altas cimas. Las praderas verdes ofrecían una imagen bucólica con sus vaquitas pastando con despreocupación. El vaquero de ayer me dijo que bajaba las vacas de la montaña para que mamasen los terneros, porque a estos no los llevaba arriba por miedo a los lobos. Allí había tal sensación de paz que resultaría incongruente que un lobo quisiera comerse un ternero.
Hay una ermita allí. Bien. Nada especial que reseñar más allá de la presunta y milagrosa aparición del Apóstol, versión matamoros, para ayudar a los batallones cristianos en un combate contra los sarracenos. No parecía aquel un espacio tan amplio como para haber albergado poderosos ejércitos. ¿Batalla? No parece probable. ¿Escaramuza? Tal vez. En cualquier caso si el tal Martin Moro Toledano llevó hasta a allí su ejército mereció la tunda, con o sin intervención apostólica, porque sus fuerzas tuvieron que ascender a pie hasta allí (cómo si no, si aun no se habían inventado las fuerzas aerotransportadas) por una trocha que si para bajar se las trae, no me imagino lo que será subirla. Seguro que debieron llegar ya derrotados.
El rio bajaba rápido saltando ligero entre las peñas. Ha trazado desde siempre el mismo camino y lo conoce bien. Yo bajé despacio, asegurando el paso para evitar caerme. La belleza del entorno resultaba apabullante. Me entretuve oyendo el estruendo del agua y congelando su discurrir en una foto. O bien contemplando los colores de las hojas caídas bajo los túneles de penumbra que construyen los árboles. El tiempo transcurría cada vez más despacio.
Cuando llegué a Colinas (lo dejaré ahí pero el nombre es más largo, mucho más) el tiempo ya se había detenido del todo. No es solo que fuera un pueblo de cuento o, como suele decirse ahora, con encanto. Es cierto que está muy cuidado y sus casas son imponentes. Un pueblo de postal, vamos. Me quedé con la duda de si en esa postal saldría la gente, sus habitantes, que supongo los habrá, o es para exclusivo disfrute de visitantes de pago. Es un pueblo fuera del tiempo porque no había cobertura de teléfono ni conexión a internet. Bueno, alguna habrá, pero debe estar bien escondida porque yo no la pillé. Allí la gente para entretenerse supongo que hará cosas extrañas como hablar, pasear o socializar en el bar, cuando sea que lo abran porque yo, como de costumbre, lo encontré cerrado.
Hasta Igueña me quedaba un agradable paseo a la sombra junto al rio Boeza. Casi lo había visto nacer antes allí arriba y sé que volveré a encontrarlo en Ponferrada cuando él llegue al final de su curso y yo al de esta primera parte de mi viaje.
El agua manaba alegre por fuentes y arroyos. Joven e impetuosa, como una novia traviesa. Un regalo de la montaña, que tuvo ese guiño cómplice con este caminante que la rondó hoy y que logró conquistar su favor. Después de cómo se me había entregado, de puro contento que estaba me la hubiera comido a besos, pero como se me escapaba entre los dedos, me la bebí dulcemente a pequeños sorbos en cada fuente que encontré.
En el pueblo paré a comer antes de llegar al albergue. Llamé a mi compañera por saber si había llegado bien y, efectivamente, ya estaba en el alojamiento. ¿Cómo tardaste tanto?, me preguntó cuando acudió al restaurante. Me perdí. Compartimos mesa y mantel, con una agradable comida y un mejor café.
En efecto, en una curva inexplicablemente me salí del trazado y sin darme cuenta continué un rato por el mal camino. Al principio me gustó, pues no conocía mi falta. ¡Penitenciagite! Cuando fui consciente de mi error hice acto de contrición y volví por dónde había venido. Media hora de expiación.
Muchas gracias y buenas noches.
Veo que no soy el único que se pierde y que encima lo disfruta. Son los encantos de seguir el mal camino...
Etapa preciosa esa, naturaleza pura, me encanto, yo si encontré en el pueblo bar abierto y menú del día, eso sí hablamos de septiembre, hay mas vida en los pueblos que ahora.
Buen camino.
Yo estoy seguro, Papadopou, que ya serás consciente de los muchos influjos que el Camino va grabando en ti. Me atreveré a comentar un cambio que voy apreciando a medida que avanzo en la lectura de tu narración. Porque, al leer de una sola vez 15 días de caminata se aprecia como el peregrino solitario, que salió de Bilbao concentrado en las sensaciones que le va dejando los paisajes que recorre; va ahora encontrando estímulos entre el paisanaje que aparece en su deambular.
Hasta el viajero del siglo IX, que peregrinaba contigo, el que pisaba calzadas romanas donde tú ya no las encuentras; cede a veces el protagonismo de compartir cuitas a la compañera. Esa peregrina que pareciera te contagia su sociabilidad, y que a cambio, seguro irá aprendiendo de ti el embeleso de la íntima reflexión. Por momentos nos narras tres peregrinaciones: la tuya, y la de tus dos acompañantes.
El maestro Indi, en días pasados recordaba el relato de La lluvia amarilla. Tú, a los pies de Torre Magalana, sólo nos hablas de una gota de esa lluvia. Sin embargo, en ese collado entras en la patria chica del autor de la narración. Llegas a Boñar, en donde el rio Pomar ha sido liberado de esas presas que, según nos recuerdas, atenazan sus bravas corrientes. Aguas arriba, el embalse de Juan Benet anegó Vegamián, el pueblo donde naciera nuestro novelista. (Tal vez la sequía haya devuelto brevemente su espadaña, y con ella los recuerdos de los que allí nacieron). Y jornadas después atraviesas el puente (tú y tus puentes: un hilo a parte habría que dedicarles) de Valdepielago, que cruza El rio del olvido, que recorrió en toda su longitud hasta su nacimiento nuestro ilustre leonés. En esta localidad, junto al rio Curueño, cruzais vuestras sendas. Vosotros tres de este a oeste, él de sur a norte, aunque con cuarenta y dos años de diferencia. Hubiera sido un bello encuentro.
Papadopou, si Julio Llamazares está leyendo tu Camino Olvidado, seguro recordará su viaje.
Siempre disfrutando con tus narraciones, peregrino.
Ultreia et susesia
Gracias, Isidro. Ya me gustaría a mi que solo por pisar los mismos caminos se me contagisra el talento del gran escritor, aunque solo fuera el que cupiera en una gota de lluvia. Y también me gustaria que solo con estar cerca de gente maravillosa, compartiendo camino o cruzandome brevemente con ellos, se me pegará esa habilidad para socializar que comentas. Abrazos .
Acabo de ponerme al día, Papa. No sé cómo lo haces, pero lo haces. Todos hemos leído narrativas sobre el Camino, autobiográficas o ficticias, y te aseguro que ya les gustaría a la mayoría tener el compás con el que trazas el círculo; la escuadra y el cartabón para ajustar el ángulo, recto, claro, en el centro del círculo, ¿laberinto?, que me lleva directo al asombro, a la sorpresa, al Camino mismo, y más adentro, donde se esconde la luz.
Si consigues eso es que ya conoces su escondrijo. Muchas gracias
Ay, Isidro, qué concepto tienes de mí; erróneo, te lo aseguro. Ya me gustaría a mí tener vuestra claridad y experiencia. No obstante te agradezco la consideración, como no puede ser de otra manera.
Era sábado, 7 de octubre.
Vayas por donde vayas, por Labaniego vas a pasar. A veces ocurre y en este Camino también. ¿Por Noceda o por Labaniego? Como en otros Caminos y otras reputadas alternativas, por Samos o por San Xil, por Pola de Allande o por Hospitales, por Mérida o por Trujillo. Así puede quedar sembrado el germen de una discordia.
Había previsto hacer una etapa corta, cortísima. Solo hasta Noceda. No necesitaba ir deprisa pues tenía fijada una cita para el día 10 en Ponferrada y pensaba llegar ese día, ni antes ni después. Así que me levanté tarde, tardísimo y me acerqué a la tienda en Igüeña para proveerme de algunas viandas para poder comer y cenar en el albergue de Noceda.
Marché por pistas montaraces y por caminos negros como el carbón. Cicatrices en la piel de unos montes que durante generaciones tuvieron las tripas abiertas para que les sacaran las asaduras. Los escombros nunca los llevaron demasiado lejos. Ahora parecen alfombrar las sendas con negros recuerdos de aquel tiempo. De tanto en tanto asoma alguna escombrera entre robles y castaños, pero estos consiguen maquillar mejor o peor las evidentes heridas del terreno.
Llegué a un lugar con dos cruces de forma singular. Estaba siguiendo los pasos antiguos que hollaron una vía que cuando los romanos iba de Bracara (Braga) a Asturica (Astorga), y viceversa naturalmente, pasando por Bergidum Flavium (Cacabelos) y por Interamnium Flavium que algunos ubican por aquí, cerca de Quintana de Fuseros. También pasaba entonces por ahí otro camino que venía de Asturias. Tal vez lo usara García, el primero de su nombre, para llevar desde Oviedo a León la capitalidad del reino. Fue el principio de la postergación del reino asturiano.
Lugar de encuentro y de desencuentro. Aquí parece que estuvo la Cruz Alta, antecesora de la Cruz de Ferro de Foncebadón, mucho antes de que el Camino discurriera por allí. Culminaba un montículo de piedras que depositaban los caminantes en honor al dios de turno, patrono de los caminos, fuera Mercurio o el que le hubiera precedido, o al de los cristianos posteriormente. Por lo tanto no sería por casualidad que un día pasará Almanzor por aquí camino de Compostela, o de regreso cargado con las campanas de su Catedral, y la mutilara, siendo a partir de entonces la Cruz Cercenada y perdiéndose con el tiempo la memoria de ella. Ahora hay dos, una la pusieron los de Igüeña y la otra los de Quintana.
Decían que este lugar se menciona en la crónica de la peregrinación de la reina Leodegundia de Navarra. Decido en ese momento que quiero creer en lo que haya podido leer sobre ello (porque en los mentideros del tema surgen todo tipo de dudas y pocas certezas). Me dejo ir nuevamente a las peñas que circundan Valdorria, por donde transité días atrás. El reloj que no llevo en la muñeca se vuelve loco y las saetas giran raudas hacía atrás en el tiempo…
Pudo haber cerca de Valdorria un monasterio que dicen que fundó San Froilán. El cenobio de San Julian de Viseo puede que estuviera cerca del arroyo de Valdecesar. Hoy aquello es un monte despoblado cubierto por brezos en flor y pastos. Pero aquel día el abad puede que hiciera llamar a un monje llamado Valero. Reverendísimo Padre, ¿me ha llamado? Si, hijo, entra. Ha llegado una carta del Obispo Froilán de León. El monje esperó respetuosamente que continuara. Cuando oía el nombre del Obispo de León no podía evitar pensar en el otro Froilán, Santo y también obispo de aquella ciudad tiempo antes que el actual. Conservamos en algún lugar de la biblioteca el manuscrito del relato que escribió mi antecesor el Abad Gundisalvo, del viaje que hizo a Compostela en el séquito de la reina de Navarra y que él había enviado entonces al Obispo Froilán, San Froilán, subrayó para evitar cualquier confusión.
En los años más oscuros de Almanzor, sintiendo la amenaza, enviaron a diversos monasterios muchos escritos valiosos para salvaguardarlos. Ahora el Obispo nos pide que devolvamos los pergaminos. Búscalos y llévalos al scriptorium. Antes de enviárselos quiero que se haga una copia que permanezca aquí. Ocúpate tú de esa tarea. Si Dios quiere, la obra que salga de tus manos perdurará y así en el futuro podrán conocer la ruta que llevaba ante el Apóstol. Y si algún fragmento se lo comieron los ratones, ¿qué hago? Pide a Dios que te ilumine e improvisa.
Valero saludó con humildad haciendo una leve reverencia al salir. Se dirigió a la biblioteca del monasterio en silencio, pensando. Incluso él que solo era un mero calígrafo, un copista de viejos textos olvidados, podía ver que se avecinaban cambios. Ahora con las fronteras del reino expandiéndose hacia el sur el Iter Sancti Iacobi más pronto que tarde trasladaría su recorrido. Los peregrinos serían conducidos por nuevos caminos menos escarpados que los actuales. Los monasterios y sus rentas también se mudarían hacía allí para organizar la repoblación de los nuevos territorios. El monje arqueó las cejas. Pero esos nuevos caminos todavía no son seguros para viajar, pensó. La ruta actual, aunque esforzada está bien dotada para atender a los peregrinos y jalonada por ricos cenobios. Cierto que estos suelen albergar solo a personas de alcurnia, pero los pobres pueden acogerse en hospitales o en los atrios y portales de muchas iglesias. Además no ha pasado ni una década de la última devastación que trajo Almanzor. El Anticristo mahometano arrasó Compostela. Y Astorga antes de eso, ¡tres veces en pocos años! Dios quiera que sea cierto lo que se dice y que ya haya muerto. Ojalá que esté en el infierno. Se santiguo sorprendido. Tendría que confesarse, no era propia de él tal vehemencia. También es cierto que va volviendo la tranquilidad. La villa de Taurón y su castillo se estaban reconstruyendo y los Caballeros de la Orden del Temple volvían a proteger a los peregrinos. Pero llegará el día en que trasladarán su guarnición más al sur para proteger las nuevas tierras. No iba a ser ni hoy ni mañana, pero seguro que no tardaría mucho más de una centuria. La historia se olvidará del paso de los peregrinos por estas tierras.
Valero encontró lo que estaba buscando en un cofre relegado en un rincón. Al abrirlo percibió un suave olor a flores, dulce y agradable. Se santiguo nuevamente y recitó una breve oración pidiendo la intercesión de San Froilán, que había dejado su impronta en aquellos objetos. Loor de santidad. Bueno eso y unos saquitos que encontró dentro con incienso y flores secas.
El abad puede que le hubiera dicho que su trabajo serviría para que los que viniéramos mucho después pudiéramos recordar lo que con el paso del tiempo, con toda seguridad, iba a acabar olvidándose. El monje decidió que transcribiría el texto a la lengua que se hablaba en los valles en lugar de copiarlo en la lengua antigua, porque esta ya casi nadie la entendía fuera de los monasterios.
Un olor suave y floral me sacó de mi ensoñación. ¿Olor de santidad? Había llegado a Cabanillas de San Justo, ¿o sería San Justo de Cabanillas? ¿Tanto monta, monta tanto? Un paisano me indicó que entrara en el teleclub y que cogiera algo fresco de la nevera. Había una hucha para abonar el euro de la consumición.
Enseguida llegaría a Noceda. Bueno, primero tuve que subir a lo alto de un monte jalonado con castaños monumentales. Una mujer bajaba de allí cargada con un saco de castañas sobre los hombros. Dijo que le gustaban especialmente las de culo blanco, que desconozco si se trata de alguna variedad especialmente suculenta.
Tras bajar del monte llegué finalmente al albergue, que tuve todo entero para mí solo.
Muchas gracias y buenas noches.
Era domingo, 8 de octubre.
Salí yo y el sol no había llegado aún. Cada día que pasaba se volvía más remolón para levantarse por las mañanas. De todas formas, como ya clareaba no fue preciso recurrir a la luz de la linterna. Anduve silenciosamente y cuando me acercaba a unos prados cercanos sorprendí a unos corzos retozando allí despreocupados, entregados a sus juegos y dando alegres cabriolas. . Me quedé inmóvil para no espantarlos y poder alargar la contemplación. Pero en seguida me vieron y pusieron pies en polvorosa. Es emocionante observar a los animales en libertad pero es triste no poder superar esa barrera de desconfianza y temor. Hay que resignarse a verlos huir tan pronto detectan la presencia de un extraño. Su instinto les aconseja ser desconfiados y emprender la escapada. Desconfianza y temor. En ocasiones a las personas les sucede algo semejante y sus incipientes relaciones no pasan de los primeros balbuceos por no superarse la desconfianza inicial, el temor a una proximidad que no sabes a priori a dónde puede llevar.
A través de un hermoso camino emboscado de robles llegué a Labaniego. Allí antiguamente hubo un monasterio que proporcionaba acogida a los peregrinos. Hoy en día son los vecinos los que siguen ofreciendo su hospitalidad, a través de su junta vecinal, a los caminantes que llegan. Al salir del pueblo me encontré con un hombre paseando con su perro. Para variar el animal resultó muy amigable y tranquilo. Buenos días, le saludé. Resultó ser el pedáneo, el alcalde para entendernos. Él se encarga de facilitar a los caminantes lo necesario si se detienen allí. ¿De dónde vienes hoy?, me preguntó. De Noceda, le contesté. Ayer estuvo aquí una chica y luego a última hora también apareció un muchacho vasco. Del vasco no sabía nada, pero con ella he ido coincidiendo durante días, le comenté, pero ayer en lugar de quedarse en Noceda como yo, prefirió llegar hasta aquí para repartir mejor los kilómetros con la etapa de hoy. Ya, y hoy ¿hasta Congosto? Esa es la idea. Pues te acompaño un trecho, hasta Arlanza y luego yo regreso por otra senda. En realidad fui yo quien lo acompañó a él en su paseo matinal entre robles y castaños, con paso relajado mientras charlábamos de un pasado negro por el carbón y un futuro también negro pero con una pequeña lucecita al final del túnel; de la poca gente que queda en los pueblos y de lo complicado que resulta mantenerlos vivos, a los pueblos, con lo poco que ayuda la administración. Pues ahora vamos a arreglar el camino por el que has bajado y prefiero poner zahorras que asfalto, quedará más bonito. Pero ¿la tienes que poner tú?, le pregunté. A ver, con lo que dan de subvención o yo me lo guiso o yo no me lo como. Ahí arriba tenemos la máquina, ya la has visto al pasar y tengo que espabilar porque dan agua para la semana que viene. Bueno, ahora tú sigues por ahí y yo me vuelvo por allí. Que tengas buen Camino. Gracias.
Crucé el puente sobre el rio Noceda y continué por agradables y soleadas pistas rurales. Pasé por Losada, Rodanillo y Cobrana. Antes de llegar a este último encontré varios castaños centenarios y alcornoques que se habían levantado los vestidos para ofrecerles una reverencia y rendirles pleitesía. Podía ser eso o bien lo habían hecho a causa del calor que hacía y que era impropio de esta época. En Cobrana, para variar, encontré el bar abierto y fue posible refrescarse con una estrella bien fría caída del séptimo cielo cervecero.
Cerca de Congosto, cuando ya tocaba empezar a subir al Santuario de la Virgen de la Peña, mi compañera de viaje, que la jornada anterior había activado de nuevo su intermitencia, dio señales de vida y me comunicó que iría directa a Congosto antes que apretara el calor. Prefería subir por la tarde al Santuario sin cargar con la mochila.
Dicha opción me pareció muy razonable y también me desvié hacia el pueblo en pos de ella. Además eso nos permitiría acudir sin prisas ni agobios al restaurante en el que nos esperaban para comer. Realmente nos habían hecho un favor disponiendo un hueco para nosotros, como deferencia con unos peregrinos que en otro caso no hubieran encontrado donde comer, ya que en ese local tenían todas las mesas apalabradas y ese día no había más alternativas en el pueblo.
Busqué el albergue siguiendo las indicaciones que me enviaron en un mensaje al teléfono. Crucé el campo de futbol. Hierba 100% natural, eso si tan alta que hubiera hecho falta un rebaño de ovejas para cortarla. Además la superficie era tan irregular que allí me hubiera gustado ver jugar a las grandes estrellas del balompié. Me acerqué a lo que parecía la entrada y me encontré las lápidas de los nichos de un cementerio. Evidentemente ese no era el lugar que buscaba. Hubiera sido un alojamiento demasiado definitivo. Volví a mirar y vi que a mi espalda estaban lo que parecían los vestuarios del campo deportivo. Ese si era el lugar dispuesto por el municipio para alojar a los peregrinos. Sonreí aliviado.
Tras la comida, y después de lavar la ropa y de descansar un rato, me volví a calzar las botas y subí al Santuario de la Virgen de la Peña. Arriba las vistas eran espléndidas con todo el Bierzo a mis pies. Abajo, sumergido por las aguas que cuando descienden le permiten tomar una bocanada de aire, se encuentra el puente que desde los romanos permitía cruzar el Sil. Pero ya no sirve para eso y mañana tendré, tendremos, que rodear el embalse para poder alcanzar la recta interminable que antaño fue calzada y hoy también, pero asfaltada, y que lleva hasta el final del viaje en Villafranca. Pero eso será mañana, o pasado.
Al poco rato llegó mi compañera y entramos en la iglesia para que nos sellaran las credenciales. Mora allí la imagen de la Virgen que fue encontrada dos veces. Unos pastores la hallaron y la llevaron a la iglesia del pueblo de donde desapareció esa misma noche para que la volvieran a encontrar la mañana siguiente otra vez arriba en la peña. Y allí se quedó.
El tañer de las campanas lanzaba una llamada que inundó el valle. Al campanero se le debió romper la cuerda que se utilizaba para hacerla sonar porque la golpeaba sujetando el badajo directamente con sus manos desnudas. Además lo hacía a oído descubierto. Al eco de las campanas respondían los feligreses acudiendo a la misa que se celebra por la tarde. Cuando salieran podrían contemplar la puesta de sol tras las cumbres que separan el Bierzo de Galicia. Hacia allí se dirigía el sol para, yendo aún más allá, zambullirse en el océano del Fin del mundo.
Muchas gracias y buenas noches.
Que tal va el frío por ese camino olvidado? Ya debe de hacer fresquito no? Como lo llevas?
Este año no, pero un año lo quiero hacer en pleno otoño Noviembre/Diciembre.
Buen camino
Si quieres saberlo en tiempo real mírate los videos de Lazaga. Yo hace dias que volví, incluso de Santiago. Mira la fecha de cada escrito
Voy colgandolos con muuuucho retraso