Papadopou
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Ideas peregrinas en un Camino desde Valencia

Salgo a caminar la Ruta de la lana. De Valencia hasta Burgos. El Camino de los rebaños.

Cañadas que en tiempos siguieron ríos de ovejas que cuando los fríos se instalaban en las sierras bajaban al mar o hacia cualesquiera otras tierras más templadas.

Cordeles por donde luego regresaban hacia las montañas cuando el frio menguaba y la marea ovina volvía a subir.

Sendas que cabalgó el famoso guerrero cuando partió, por la terrible estepa castellana -polvo, sudor y hierro-, al destierro con doce de los suyos.

Veredas que puede que coincidan, poco o mucho, con algunas que recorrió en la última de sus salidas, por lugares de cuyo nombre nadie quiere acordarse, aquel hidalgo de adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.

Rutas olvidadas, o casi. Como la lanza en el astillero de Maese Quijano, caballero al que la locura, o tal vez una lucidez diferente, convirtió en andante empujándolo a los caminos.

Tal vez la misma locura que transforma en peregrinos a los caminantes y que me lleva a mi a reseguir las huellas medio borradas de unos y otros por Caminos que también llevan al Apóstol.

Aunque vaya solo, espero que compañía no me falte.

Papadopou
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Undécima etapa, hasta Villar de Domingo García. Era 25 de abril.

Me quedé en Cuenca un día para que la mochila pudiera descansar de tanto ajetreo caminero. Yo en cambio no estaba nada cansado y me propuse cumplir tres propósitos. El primero desayunar churros aunque no fuera domingo, porque luego los domingos no hay. El segundo seguir un sendero que abraza la ciudad antigua, empezando en la hoz de un rio y volviendo por la del otro. El tercero darme un atracón de arte. Pero nada de siglos atrás, sino de lo que se cocinó durante el que nací, porque en esta ciudad le han dedicado especial atención a ese periodo y han rodeado las colecciones de piedras centenarias.

Los tres deseos me los concedí, como buen genio en prácticas, becario de la lámpara maravillosa. Los tres los disfruté, aunque el primero más. El segundo, ¡Mamma mía, qué cuestas! Sobre el tercero… pues bueno. Es lo que tienen los atracones, que suelen acabar en indigestión, sobre todo si no se está habituado a ciertas exquisiteces. Al final me tuve que aplicar aquello de que no está hecha la miel para la boca del asno.

Este pollino prefiere los churros a la miel y antes de abandonar Cuenca volví a la misma churrería para desayunar a gusto. Total estaba a cinco minutos del albergue y abrían muy temprano.

Cuando acabé mi desayuno me puse en marcha. Era pronto pero las calles ya estaban  puestas esperando los coches que circularían por ellas y a los peatones que transitarían durante la mañana. El sol no había salido aun pero el cielo se adivinaba ligeramente azul. Aun no se había lavado la cara y después de haber dormido plácidamente todavía estaba medio cubierto con sus gasas matinales.

Recorrí el inevitable trazado urbano para salir de una ciudad que se iba poniendo en marcha. Con las cafeterías esperando a los clientes que acudirían a desayunar. Los supermercados y los comercios esperando a los compradores que irían a adquirir sus productos. Gente dirigiéndose a los hospitales, a las consultas médicas, a los servicios públicos, a sus trabajos.  Estudiantes a sus clases cuando pasé junto a la universidad. Los niños al colegio parecían entrar algo más tarde, que tan temprano hace frío.

Las 8 de la mañana. ¿Me despedirían hoy las campanas? Pues me temo que no. Ya estaba rebasando lo que parecía el último barrio de Cuenca y escuché algo a medio camino entre un carillón y un rebuzno, una grabación distorsionada como una guitarra eléctrica de rock metal. No era el tañido de campanas que uno esperaría como despedida. No en una ciudad donde el metal se había trabajado sabiamente desde hacía generaciones. Bastaba ver los elegantes forjados de hierro en las ventanas del barrio  antiguo y los pomos, aldabas, picaportes o herrajes en sus puertas centenarias. Algo sabrán también de campanas, digo yo. ¿Se habrá perdido el savoir faire? Me hubiera gustado oír repiques cristalinos para despertar la ciudad. Más todavía, para despedir a los peregrinos. Tal vez fue así pero no llegó hasta mi ese sonido mientras me alejaba.

Por la carretera supuestamente de escaso tráfico que conduce a Nohales circulaban bastantes coches a esa hora de la mañana. Al verlos pasar fugazmente a mi lado me parecieron padres que acompañaban a sus retoños menos jóvenes a los institutos en la ciudad. Aquí tampoco debía haber autobús escolar.

La sorpresa del día fue el yacimiento de Noheda en el que se están excavando los restos de una villa romana. Se encuentra a pie del camino, si se ha optado por pernoctar en Villar (de Domingo García) y facilitan el acceso a los peregrinos interesados en visitarlo. Hace años salieron a la luz unos maravillosos mosaicos que habían permanecido ocultos durante siglos y ahora se puede admirar su sorprendente belleza. Hice una pausa en la caminata para dar descanso a la mochila, que iba agotada de estar colgada de mis hombros. Además un poco de arte antiguo muy antiguo serviría de lenitivo para ablandar la bola que se me hizo con todas las obras modernas muy modernas que había visto la tarde anterior.

Antes de llegar a Villar se atraviesa una aldea completamente derruida, más bien demolida porque no queda ni un tabique en pie. La piqueta parece haberse empleado a conciencia porque todas las casas están hundidas y las piedras desperdigadas. Incluso la Iglesia en el altozano colapsó hace tiempo. Tal vez la villa romana que visité sufriera en su momento un proceso de abandono similar hasta quedar olvidada bajo tierra. Puede que en el futuro algún arqueólogo busque fondos para desenterrar los restos olvidados de la aldea.

Mientras, los escasos habitantes de Villar protestan por verse dejados de la mano de Dios. Los quieren enterrar en vida pero ellos quieren evitar que su pueblo acabe olvidado como aquella otra aldea. Porque entonces, cuando la gente que vive aquí  abandona y se marcha, aparecen otros intereses para colonizarlos con medios económicos: gigantescas granjas de engorde de cerdos. En este caso les esquilmarán el agua y les dejarán todos los detritus. Pero igual para entonces ya no quedará nadie para protestar

Para acabar la jornada en el albergue de Villar me ofrecieron otra revitalizante ducha fría y, a la hora reglamentaria, una preciosa puesta  de sol.  Como el bar hacia rato que lo habían cerrado y en el pueblo no había tienda, me acerqué a la gasolinera a comprarme una cerveza para degustarla mientras el sol se zambullía en el horizonte con su vestido rojo.

 

Papadopou
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Duodécima etapa, hasta Villaconejos de Trabaque. Era 26 de abril .

Por la mañana abandoné Villar y me adentré en el verde del cereal. El terreno se ondulaba para entretenerme, obligándome a cambiar continuamente el paso. Subía y bajaba sucesivos altozanos. Islas en medio de los campos, surcados por pistas arcillosas intensamente rojizas que contrastan con el verde circundante.

Encima,  otro mar de nubes pequeñitas y blancas como un rebaño de esponjosos borreguitos. Una imagen tópicamente campestre. Una fotografía bucólica que se puede deshacer si la lluvia así lo decide y el mar del cielo se derrama sobre el rojizo terreno. Un mar de barro. Pero hoy eso no iba a pasar.

En Torralba al entrar te encuentras el tronco seco  del olmo que dio sombra en la Plaza Mayor del pueblo durante tres siglos, hasta que la peste de los olmos se lo llevó. Ahora otro olmo (inmune al bicho de marras) ocupa su trono. El nuevo rey aún es un niño y los actuales habitantes no disfrutarán de su regia sombra. Arriba desde el cerro una torre alba observa. Sus restos más bien, porque parece la ruina de una pared esquinera que el torreón de un castillo.

Llegando a Albalate se me ocurrió levantar la cabeza hacia el cielo y me sorprendió ver una sonrisa dibujada en el cielo. Pensé que me había vuelto loco. Abrí y cerré los ojos, giré la cabeza pero ahí seguía un arco iris del revés. Las nubes me sonreían desde lo alto. Tranquilo, chaval, hoy no te vas a mojar. ¿Seguro? -les contesté dudando-, mira que os habéis vestido con oscuros ropajes como para vaciaros sobre mi. Confía. Ante una sonrisa tan seductora no me pude resistir. Como no sabía qué ponerme, si de sol o de agua, pues opté por ponerme contento. Descolgué la sonrisa del cielo y me la puse yo. Llegué al bar de la entrada del pueblo. Póngame una estrella, por favor, que el cielo hoy ya me hizo un guiño. Y me puso una cerveza de las que van con cinco, estrellas.

Puede subirse a Albalate para recorrer las callejas y ver la plaza de la iglesia. Los que viven allí te explican que su pueblo está puesto encima de una taza del revés y que todas las calles hacen subida hasta llegar a la plaza. El problema es que no encuentres la calle que te devuelva abajo para continuar tu ruta. Si se quiere evitar el esfuerzo de subir y bajar puede seguirse el trazado de la carretera hasta cruzar, enseguida, el rio Trabaque. Por su margen derecho en poco más de una hora se llega al final de etapa en Villaconejos.

Muchas gracias y buenas tardes. 

 

 

Joseppb
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Me equivoco o es el pueblo de los buenos melones, pero ahora no es época. Lástima. 

Poco a poco vas devorando el Camino. Enhorabuena y muchos ánimos solitarios.

Saludos

Papadopou
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Creo que el Villaconejos de los melones está en Madrid. Aquí le dan al mimbre. Saludos. 

Papadopou
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Treceava etapa, hasta Salmerón. Era 27 de abril.

 

Abandoné el albergue de Villaconejos dejando atrás el olor del café recién hecho que me acababa de tomar. Allí había café, cafetera y un fuego (eléctrico) para prepararlo. Fuerte y humeante. Un pequeño placer para desearme unos buenos días. Me tomé yo solo los dos tazones que salieron porque no había nadie con quien compartirlo. En este viaje nunca hay nadie con quien compartir nada. Excepto los que puedan estar ahí, al otro lado de esta pantalla de cristal…  Salí a la calle. El albergue está  junto a la Ermita de la Concepción y al lado está la panadería. Dejé dentro el aroma del café y me encontré en la calle con el del pan caliente que se escapaba del obrador y que acabó de alegrarme la mañana a pesar del madrugón.  Y a pesar también de la lluvia que empezaba a caer, haciendo acto de presencia puntualmente como estaba anunciado.  Parecía que tocaba día de paraguas.

Desde el camino podía ver, al otro lado del río, las bocas  de piedra por las que se accede a las cuevas que allí sirven de bodegas. En los tiempos en que por aquí los habitantes eran musulmanes, como no eran muy aficionados al vino, parece ser que las usaban como morada. Fue a los cristianos que los sustituyeron durante la Edad Media a los que se les ocurrió enterrar allí dentro grandes tinajas de barro que sirvieran para elaborar vino.

En Villaconejos estaban en el barrio que rodeaba la ermita y el albergue. Pero también las había en Albalate, en Torralba y en Villar. Mucha bodega para viñas que yo no vi pero que en algún lado estarían. Porque esas instalaciones se ven cuidadas por fuera y en uso, con elementos que indican que allí se reúnen familias y amigos. Elaboran un vino natural para casa, del que o te lo bebes en el año o lo tiras porque al no echarle sulfitos se estropea rápidamente.

Bajo las nubes amenazantes y la lluvia ocasional el verde de los campos y el amarillo de las flores se veía más intenso que en un día soleado. El barro empezaba a despertar y se agarraba a la suela de las botas como engrudo. Pero esa poca lluvia todavía no bastaba para formar un barrizal que impidiera el avance.

El que  se había venido arriba era el rio Guadalmina que bajaba con fuerza y, aunque no estaba desbordado, si que resultaba complicado de vadear en el punto previsto para ello. De hecho el hospitalero de Villaconejos me recomendó evitarlo y dar un pequeño rodeo por la carretera. Así lo hice. Esa misma carretera ya no la abandoné hasta llegar a Valdeolivas, el último pueblo de Cuenca en esta ruta.

La lluvia arreciaba a ratos y justamente llegando al pueblo se volvió intensa,  animada por rachas de viento que aconsejaron cerrar el paraguas. Quedaban sólo un par de kilómetros cuesta arriba para alcanzar el alto donde el pueblo se alzaba. Tras el agua que caía podía ver la torre de la iglesia allí arriba delante de mi. Me hice a la idea de que iba a llegar chorreando. Entonces un coche se detuvo a mi lado y la conductora se ofreció a subirme hasta el pueblo. Se lo agradezco, le dije, porque me hace usted un favor. Y así me libré del chaparrón. Llegamos en menos de cinco minutos.

Muchas gracias. ¿No sabrá usted si la Iglesia se puede visitar? Le pregunté antes de bajar.  Tenía interés en contemplar las pinturas que alberga el templo. No lo sé, contestó. Pero puedes preguntar en la plaza, en el Bar González. Ahí sabrán algo. Así que me dejó en la plaza y se marchó con su coche a la almazara, según me dijo, a comprar aceite. Si Jaén está lleno de  ”…andaluces de Jaén, aceituneros altivos”, en esta parte de Castilla podría decirse:  manchegos de la Alcarria, aceituneros altivos. Porque entre Valdeolivas y Salmerón también se extienden los olivares. No son los mares (de olivos) del sur, pero tienen su barro pegajoso y todo.

En el bar me encontraron al guardián de las llaves del templo. Uno de ellos porque en el pueblo son tres los custodios, además del sacerdote. Concretamente este era el farmacéutico o el marido de la farmacéutica, no recuerdo exactamente. Mientras él atendía un tema yo esperé allí dando cuenta de un bocadillo y una cerveza. Cuando acabamos nuestros respectivos asuntos me hizo de cicerone en la visita a la iglesia dándome someras explicaciones. Lo que no pudo facilitarme fue el sello para la credencial.

Acabado el tour por Valdeolivas volví al camino. Ya había dejado de llover y en menos de dos horas alcancé Salmerón.

Buenas tardes y muchas gracias.

 

João Batista Campos
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Hola Papa, saludos!

Mi llamó atención lo que dijes sobre las cuevas/bodegas de vino.

Busqué en Internet y quedé fascinado por ellas.

Y así, caminando contigo, voy mi interando de su lindo y maravilloso país!

Gracias 

Theis
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Hola Papadopou, como sigue tu Camino? Espero que el tiempo te esté respetando. Este camino parece tan solitario como el del Ebro que recorrí en Febrero.

Una abraçada i

Buen Camino!

 

Indi
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Papadopou, João, desde que probó el cariñena ya sólo piensa en vino devil 

Seguimos tras el cristal cool

 

 

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João Batista Campos
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laugh yes

Abrazos a los dos!

Papadopou
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Gracias a todos. Sigo en la brecha y sin más compañia que los que me encuentro haciendo caminos al revés. El otro día en Mandayona iban dos haciendo la lana del revés en busca del camino de Caravaca (o uno así), hoy dos ciclistas hacia Valencia siguiendo la ruta del Cid. Ahora encima voy ahorrando batería porque perdí el cargador del móvil. A ver cuando lo puedo arreglar. Hoy por lo menos en el albergue tienen un armario para cargar los chismes electrónicos. Paciencia. Saludos.

Indi
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 surprise pues aprovecha y tira el móvil, esta es tu oportunidad. Tengo yo cinco o seis cargadores tirados por un cajón, si pasas cerca avísame. 

Papadopou
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yeswinklaugh

Papadopou
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Catorceava etapa, hasta Trillo. Era 28 de abril.

Salí de Salmerón sabiendo que me esperaba una buena subida para empezar la jornada, aunque empezara bajando. El pueblo estaba asentado en el fondo del valle y rodeado de montes. Para salir había que subir, a menos que fueras por la carretera y no era el caso porque tampoco sabía a dónde me llevaría.

El camino se internó en el bosque convirtiéndose en vereda y luego en pista, cada vez más ancha y más recta. El recorrido rodeaba la finca (antes, supongo, término municipal) de Villaescusa de Palositos. Alguien borró el pueblo del mapa y se construyó un casoplón junto a la iglesia románica, que fue lo único que conservó al tratarse de un monumento. Nadie tiene permiso para pasar por allí así que hay que dar un pequeño gran rodeo.

Cuando llegué a la entrada de la finca esperaba encontrar a continuación una llanura de verde cereal pero en su lugar había un terreno desmontado en el que trabajaban máquinas pesadas. Me temo que en poco tiempo los peregrinos que pasen por allí lo harán deslumbrados por una extensión equivalente a siete u ocho campos de fútbol plantados de placas fotovoltaicas. No olviden sus gafas de sol.

Camino de Viana de Mondejar bajé y bajé todo lo que había subido al empezar por la mañana. Como no acababa nunca y me parecía mucha bajada hice la correspondiente verificación y comprobé que me había comido la última flecha. En realidad quien se la comió fue el labrador que roturó su parcela, el camino y la estaca que, a buen seguro, indicaba el desvío. Efectivamente al otro lado del terreno arado volvieron a aparecer las flechas que llevaban al pueblo.

Viana se acurruca en el regazo del seno materno. Quiero decir bajo las tetas de su madre. Así llaman a los dos montes (casi) gemelos que se levantan sobre el pueblo, las tetas. Las tetas de Viana.  ¿Quien no se sentiría relajado y feliz ovillado a cobijo del pecho del que mamó de chico?

Tal vez los de Viana no suban mucho a las tetas. Se miran pero no se tocan. Además ya tienen bastante con las cuestas de su pueblo. En lo más alto (o casi) han puesto su Club Social. Podrían haberlo puesto abajo. Pero es mejor tener que hacer el esfuerzo para subir al bar y luego que el regreso a casa sea más llevadero cuesta abajo. De horario incierto, como en todos estos pueblos. Por eso cuando un paisano me dijo que subiera y me tomara una cerveza lo miré con cierta desconfianza. ¿Pero está abierto? Si hombre, a esta hora si. Si, estaba abierto. Pero al entrar lo primero que me dijo uno de allí es que se trataba de un local privado. Menos mal que otro parroquiano le afeó el gesto y me puso la cerveza, y unas patatas. Si se ha de subir, se sube, pero subir para nada…

El resto del camino a Trillo fue un bonito recorrido por un sendero con las tetas al alcance de la vista. Hasta que quedaron atrás  y tomaron el relevo los dos mamotretos cónicos de la central nuclear.

Al llegar mi mochila se reía de mi. ¿Cansado? Hoy si, bastante -le contesté-, lo reconozco. No sabía porqué, pero estaba de bajón. No había sido una etapa especialmente exigente. El cansancio acumulado, supongo. Decidí acostarme pronto y al final dormí once horas del tirón.

Buenas tardes y muchas gracias.

Theis
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Hola Papadopou,

Cómo va tu mochila? 

Buen Camino

Papadopou
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Bien, bien. Gracias y un saludo. 

Papadopou
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Quinceava etapa, hasta Cifuentes. Era 29 de abril.

Bajo la chopera, al salir de Trillo, el canto de los pájaros jaleándome y el de mis botas pisando sin garbo, casi arrastrándose y tropezando con cualquier piedrecita. La banda sonora de todos los días por la mañana temprano.  Si me tengo que parar cada vez que mi mochila está cansada, ni pueden ustedes vosotros imaginarse lo de mis botas cuando, de puro perezosas, por las mañanas se hacen las remolonas y se obstinan en no querer caminar.

Transitaba al lado del río Cifuentes que más que un río parecía un canal por la dimensión del cauce. Sin embargo en Trillo explotaba con una energía sorprendente por inesperada. Allí había  movido molinos, telares e incluso una central eléctrica. Ahora solo le queda, para deleite de propios y extraños, ejecutar saltos y cabriolas como un saltimbanqui, o como un mono de feria, en unas cascadas muy vistosas que bajan por en medio del pueblo antes de rendir pleitesía al Padre Tajo, que se lo llevará a ver mundo hasta Lisboa y luego,  Dios dirá, hasta el infinito y dónde sea más allá.

Volviendo la vista atrás podía contemplar a ratos la doble pareja que dominaba el horizonte de la región de la comarca. El skyline que dirían los más modernos, los guays, chéveres, en la onda,  enrollados … ya vale, ¿no?. Perdón.  Las dos tetas de Viana y los dos cucuruchos de la central Trillo humeando continuamente. Tal para cual.

También encontré en estos pueblos un eterno amor a Camilo José Cela quien se dio en su día un tremendo paseo por esta región y que, gracias a unas páginas de inspirada escritura, los puso en un mapa aunque fuera literario. A cambio le dedicaron calles y una ruta viajera. Estos Caminos empiezan a estar más transitados por los fantasmas de insignes personajes, el Cid, Cela, Quijano que por peregrinos y caminantes, sean  lanosos o lampiños.

¡Y usted qué sabrá, mequetrefe! Lo de fantasma irá por usted, supongo. Esa no me la esperaba. Miré a mi alrededor y, por supuesto, no había nadie a la vista. Déjese de tanto cuento y camine, que hasta Cifuentes no habrá más de dos leguas y media. ¿Solo hará eso en un día? Pues… si y, por cierto, ¿quién os ha dado vela en este entierro, seáis quién seáis?  ¡Manda carallo! Apéame ese tratamiento. Y hablando de pederse, menuda lie yo en Gárgoles después de la tortilla de escabeche que me zampé. No sé si aquellos huevos me debieron sentar malamente… En fin, ya conocerás el significado de mis iniciales CJC. ¿No? Pues investiga un poco con ese chisme que no dejas de mirar. Y camina, carallo, camina.

En Gárgoles (de abajo) el afamado escritor se comió unas sopas y una tortilla de escabeche mientras un galgo negro se lo miraba. Tal hecho se conmemora con un bonito mosaico en el lugar de los hechos. En Cifuentes visitó al padre de un amigo, y lo mismo. Y, por cierto, CJC, según él mismo, significaba (Google dixit) comer, joder, caminar.

Pues eso, mangurrián, camine por lo menos. De lo otro, pues usted mismo, cuando pueda.

Y usted menos caralladas. La próxima vez que yo llegue a Santiago buscaré o carallo vintenove  en la rúa San Bieito. En conmemoración suya, Don Camilo. Igual hasta le rezo algo.

Llegar a Cifuentes resultó, efectivamente, un paseo. El albergue se encontraba en la zona deportiva. Un paraje solitario, algo alejado del núcleo urbano, apto para aventureros avezados y espíritus templados. Sobre todo cuando el edificio crujía por algún motivo atribuible a las cañerías… o no.

Muchas gracias y buenas noches.

 

Papadopou
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Decimosexta etapa, hasta Mandayona. Era 30 de abril.

Se sentaba junto a la ventana del salón que daba a la calle y desde ahí podía contemplar el tramo del Camino a Santiago que pasaba justo ante su puerta. Como todo el mundo sabe por delante de cada puerta del mundo pasa un Camino a Santiago, solo hay que cruzar el umbral. Acostumbraba a seguir con la mirada a los escasos caminantes que, de tanto en tanto, surcaban esa ruta, los peregrinos. Alguno a veces lo veía al pasar y saludaba sin detenerse. Tal vez si estuviera sentado fuera, al sol de la mañana, charlarían unos instantes. También podría abrir la ventana pero solían ir apresurados.

El destino de cada uno es rodar y rodar. Eso lo enseñan las piedras del camino (siempre había sido muy de canciones). Aunque no dicen nada sobre los que no pueden rodar y rodar.

Como todo suele verse según el cristal con que se mira, pensaba, tal vez cambiando la ventana y el cristal todo podría ser de otra forma.

Eligió la que el ordenador le abría al  mundo de afuera. Miraba en la red las imágenes de las rutas que compartían muchos caminantes y leía las opiniones, explicaciones y detalles que se exponían en algunos foros y en esas redes sociales tan de moda. Algunos parecían exhibirse acumulando rutas y recorriendo kilómetros y kilómetros como si no hubiera un mañana pero, en general, se les suponía las ganas de compartir vicisitudes y experiencias.

Como no podía salir a andar cerraba los ojos y fantaseaba que caminaba. Sus pies no podían recorrer los senderos pero sus ojos eran capaces de reconocer los recodos de cada camino. Vivencias que no experimentaba pero que imaginaba hasta que los pies llegaban a dolerle por las botas que no calzaba. De entre todo ese bagaje sembrado en la memoria, recolectaba luego unos vívidos recuerdos de colores intensos.  Sin necesidad de diferenciar lo vivido de lo evocado conseguía su viaje. Un refugio. Un cálido hogar al que escapar de su cotidiana inmovilidad.

Su no caminar avanzaba paralelo a las discusiones de otros que mientras si caminaban  soñaban ser peregrinos. Peregrinaje o senderismo, viaje  o romería, mochilero o peregrino. Parecería que tanto diera ir a Santiago que a otra parte o hacerlo de cualquier manera. ¿Dónde quedaba la piedad, la devoción inspirada por el amor al Apóstol, a Dios o las cosas santas? Todo eso hace tiempo quedó relegado a un armario. Si suele decirse que la procesión va por dentro, la peregrinación se supone que también irá.

Se sorprendió el día que apareció con su bastón y el perro que lo guiaba. Cómo podía recorrer el Camino una persona ciega. No parecía tener prisa y se sentó junto a la puerta, justo al otro lado de la ventana. Esta vez la abrió.

Buenos días. ¿Estás haciéndolo?, el Camino, quiero decir. Si, contestó. Pero, ¿cómo? Andando. Pero si no ves, cómo puedes saber por dónde ir. El perro me guía, lo entrenaron para seguir las flechas amarillas y no se pierde ni una. ¿En serio?, se había quedado con la boca abierta. El ciego se rio. Es broma, ya puedes cerrar la boca. En serio, muchos caminan y van mirándolo todo, pero no ven nada. Mis ojos no ven, pero creo que miro a lo que importa y soy capaz de verlo. ¿Y tú? Yo soy de los que no caminan, solo miro. Pues podemos hacer una cosa. Tú, que miras tan bien, me adelantas el itinerario que voy a recorrer, por si el perro se descuida alguna flecha. A cambio yo te mostraré a qué huelen las nubes que hay sobre mi cabeza y qué color tienen los verdes que envuelven el camino rojizo que hay bajo mis pies. Te enseñaré como ver las olas del mar en las espigas que se cimbrean con el aire. Y cuando el viaje termine verás que lo importante no era haber llegado, ni ser el más rápido, ni venir desde más lejos, sino haber formado parte del camino que has recorrido. Entonces se quitó las gafas oscuras y descubrió las pupilas de un verde opalescente , reflejaban la luz como los trigos cuando se ondulan con el viento. Sus ojos eran del color de un mar que él podía ver en los trigales.

De acuerdo. Cuando salgas de Cifuentes verás una placa… perdón era un decir. Indica: a Moranchel, una legua; a Las Inviernas, dos y media. En Moranchel se dedicaron a colorear puertas y paredes con hermosos dibujos, supongo que para alegrar la vista de los que pasen. En Las Inviernas encontrarás un bar. El ciego sonrió y le respondió. Un bar que estará cerrado, como pasa a menudo. Pero atiende, porque podrás oír el trino de los pájaros, el rumor de tus pasos, las voces de los corzos, a los que casi nunca puedes ver por mucho que mires. Podrás oír como se alzan grandes castillos en el cielo. Imponentes castillos de nubes en el aire sobre tu cabeza.  Si te subes a uno podrás otear en el horizonte infinito a la busca de tu propio camino. Adiós, que tengas un buen Camino. Igualmente tú.

Había sido un día para levantar formidables castillos en el aire y dejar de mirar tanto al suelo.

Llegando a Mandayona, desde la altura donde se asentaba Mirabueno se ofreció una dulce promesa para la siguiente etapa. Dulce como el nombre del río que abrió el valle. Iba a seguir su curso para dirigirme a Sigüenza.

Muchas gracias y buenas tardes. 

 

João Batista Campos
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Que maravillosa narrativa heart

Gracias por nos abrir los ojos!

Buen Camino!

Papadopou
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Gracias a ti compañero. Abrazos.

Theis
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Es para mí un privilegio poder leer tus relatos que con tanto esmero escribes sobre tu Camino. Gracias por compartirlo con nosotros, Papadopou!

Buen Camino

Papadopou
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Gracias a ti por acompañarme un ratito. Saludos.

ARAMEO
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Que verde está La Alcarria, la zona de Guadalajara por la que ves es muy bonita con pueblos muy acogedores

Indi
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Quién fuera ciego para poder ver. Maravilloso, Papa, gracias! heart

Papadopou
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Decimoséptima etapa, hasta Sigüenza. Era 1 de mayo.

La tarde anterior llegaron dos peregrinos a Mandayona. Venían de Burgos y se dirigían a Caravaca de la Cruz. Por tanto fue un encuentro fugaz como todos los que se han producido hasta ahora (tres con este). Mis únicos compañeros inseparables son mi mochila, mis botas y mi bordón. Tizón, tal vez por ser el último en llegar al grupo y por tenernos menos confianza, se muestra siempre adusto y menos dado a la broma. Con cara de palo como no podría ser de otra forma. Mis botas se ríen de mi cada vez que pueden con el viejo truco de desatarse solas continuamente. Así me hacen pagar que las obligue cada mañana a transitar por caminos polvorientos en el mejor de los casos y llenos, en el peor, de agua y barro. Por su parte mi mochila es una cachonda.  Con sus ocasionales chirridos aprendió a imitar el lejano ladrido de un perro con lo cual siempre consigue ponerme tenso. Pero estos días ha ido perfeccionado el ruido de los corzos que tanto abundan por estas tierras. Suelen dejarse ver con facilidad porque siempre andan ramoneando cerca del bosque y cuando aparece el caminante molestándolos emiten unos sonidos asombrosamente parecidos al ladrido de un perro. Yo pensaba que al tratarse de un primo más o menos lejano de los ciervos, berrearían, bramarían, roncarían o lo que fuera pero más bajito por ser más pequeños. Pues no, ladran. Y mi mochila también.

Por la mañana salí pronto (aunque nada del otro mundo, a las 7) pues pronosticaban un empeoramiento del tiempo a partir del medio día. El sol tempranero arrancaba cálidos colores del campo y los árboles. Pero la mañana estaba más que fresca y con cada caricia de sus rayos provocaba un verde estremecimiento en la hierba en forma de neblina que ascendía temblorosa hacia el cielo limpio y azul.

Me encontré con un paisano de Aragosa que bajaba dando un paseo a comprar el pan a Mandayona. El pueblo estaba enclavado en una angostura que el rio había abierto en la montaña. Sobre mi cabeza, desde lo alto de las paredes del cañón, los buitres observaban y se calentaban al sol esperando algo.

El valle se abría y se cerraba según los caprichos del río que ha cincelado concienzudamente la sierra que atraviesa. A ratos el terreno se abría y permitía el cultivo en la vega y a ratos, allí donde la roca opuso mayor resistencia, se estrechaba en hoces de altas paredes escarpadas. Enormes chopos volaban hacia arriba buscando la luz sin conseguir alcanzar lo más alto del acantilado.  Allí, arriba del todo, más buitres observaban. Seguían esperando.

Llegué a Pelegrina, un pintoresco pueblo encaramado en un otero coronado por los restos de un castillo. No había necesidad de subir a él pues la fortaleza ya no lo era y, aunque fotogénica, estaba en ruinas. Solo la existencia de un bar tal vez hubiera justificado la pronunciada ascensión al promontorio. Pero me quedé sin saber si allí lo había porque entonces se cumplió la profecía. Quiero decir que se puso a llover tal como habían pronosticado. Decidí no demorarme y tras cubrir mis bártulos y abrir el paraguas emprendí el ascenso por la otra vertiente del valle camino de Sigüenza.

El chaparrón no duró ni media subida y aunque el sol no volvió a asomar pude disfrutar de un panorama soberbio. A mis pies el, en aquel punto, ancho valle del Dulce por el que había llegado se presentaba tapizado de verdes plantíos. Frente a mi el risco que amparaba el caserío y su diadema con las torres del castillo, o lo que quedaba de ellas. El rio abrazaba al cerro por detrás formando una hoz que lo defendía y que apareció cubierta por densas arboledas.

Alcancé la pedregosa paramera de lo alto y me recibió una lluvia de bolitas de blanco hielo. Las gotas de lluvia se habían congelado al caer y repiqueteaban sobre el paraguas abierto.

A falta de flechas amarillas tuve que seguir unas estacas verdes. No vi a Don Quijote pero si que me imaginé al buen Sancho tirando de su rucio bajo la ligera granizada. Ya estaban tardando en hacérseme presentes los espectros que pueblan estos caminos.

Yo también conocí a unos señores que caminaban como vos hacía la tumba del Apóstol. Solo que uno no era tal, sino que era mi paisano Ricote. Era morisco y, como el Rey lo expulsó como a todos los de su nación, se disfrazó de peregrino para poder regresar al pueblo sin que nadie lo supiera para buscar los dineros que escondió. ¿Vos no seréis otro morisco disfrazado?  Porque vistiendo de esta guisa, nadie diría que sois persona cabal.

¿Y vuestro señor?, pregunté. Camino de Sigüenza. No quiso esperarme porque se me escapó el rucio. Creo que el cura de nuestro pueblo estudió allí y nos recomendó para que nos alojaran.

Había cesado de granizar y cerré el paraguas.  Curioso artilugio -se admiró-. Si y tengo más cosas sorprendentes en la mochila. ¿En la qué?  Moch… en el zurrón que llevo aquí colgado de la espalda. ¿Y no os resulta penoso llevar ahí unas alforjas como si fuerais un jumento? Nunca vi cosa igual. Entonces reparó en el teléfono. Parece un espejo, dijo, pero no es mi reflejo. ¿Todo esto que se ve está ahí dentro? Debe ser cosa de encantadores. Del sabio Frestón, el malvado enemigo de mi amo que os ha enviado aquí con algún oscuro propósito. Vamos, vamos, amigo Sancho que ya nos vamos conociendo. ¿No engañaste nunca a tu amo? Los encantadores de verdad no son ni barbudos Frestones ni Merlines, sino hombres o mujeres normales que con sugestiones y argucias te harán creer en cosas que no existen.

¿Eso estáis haciendo vos conmigo?  Bueno, maese Panza, podríamos llamarlo pajas mentales. ¿Qué tiene que ver el forraje? Me miraba como si no entendiera qué le decía, lo cual era bastante probable. Onanismos Intelectuales, hablar de cosas inútiles e innecesarias. Una manera como otra cualquiera de entretenerse, pero altamente gratificante. Como cuando esa paja la detectamos en el ojo ajeno con la escasa visión que nos queda por la viga que llevamos en el propio.

Muchas gracias y buenas noches.

 

Joseppb
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Cómo estás Papdopou ? Supongo que ya en casa. 

Un saludo

Papadopou
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Hola. Estoy muy bien, muchas gracias. El caso es que mis pies llegaron a Burgos antes que mi cabeza y, claro, las crónicas van muy retrasadas.

Encima ahora voy de regreso a casa pero dando un buen rodeo de turisteo por Portugal unos días (las botas guardadas en el maletero del coche). Saludos smiley

Indi
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Concretamente en Guimaraes, que nos lo han soplado a todos en Youtube wink 

Qué casualidades!! 

Papadopou
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Pues si. Menuda casualidad. Salgo del hotel donde pernocte y me encuentro con Lazaga que empezaba la jornada con su compañero camino de Braga. Me hizo ilusión conocerlo personalmente. 

Indi
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"Los encantadores de verdad no son ni barbudos Frestones ni Merlines, sino hombres o mujeres normales que con sugestiones y argucias te harán creer en cosas que no existen."

NO está bien visto hablar de política en el foro devil​​​​​​

Papadopou
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Muy agudo! wink

Cristineta87
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Maravilloso Papadopou heart

Papadopou
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Gracias Cristineta. Saludos.

Ma Teresa
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Releyendo algún párrafo en crónicas de días distintos. 

Hay ciertas lecturas que requieren una segunda o tercera vuelta para realmente solazar la experiencia. La primera lectura,  en mi caso, siempre es en diagonal y demasiado deprisa (es un defecto, no virtud) pero al volver a leer, se captan detalles sutiles y matices que antes obviamente, me pasaron desapercibidos.

Que tengas una buena paseada por Portugal (no paras, eh?) y un buen regreso. 

Abrazo

Papadopou
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Decimoctava etapa, hasta Atienza. Era 2 de mayo.

Día de olvidos, aunque no iba a saberlo hasta el final de la jornada.

Empezó el día de la forma habitual, sin nadie en el albergue. No se lo esperaban mis anfitriones porque siendo fiesta en Madrid suponían que iba a haber mayor ocupación con turistas capitalinos. Pero no. Ellos tuvieron que conformarse conmigo solo y yo me resigne a tener de todas las instalaciones para mi solo. Así que por la mañana me preparé un pantagruélico desayuno aprovechando la cocina del alojamiento y lo que me había quedado de lo que compré el día anterior. Huevos, jamón, tostadas. Sin embargo no tenía café, así que paré en un bar abierto para tomarlo antes de empezar.

Estaba bastante concurrido por ser el primero, o quizá el único, que abría temprano por las mañanas. El cantinero oficiaba con diligencia la ceremonia del café, que ni por asomo resultaba tan sofisticada como la del te en Japón. Llegaba el parroquiano, gruñía lo que se suponía era un saludo mientras dejaba sobre la barra un billete de cinco o unas monedas. Acto seguido y sin mediar palabra el camarero preparaba el bebedizo y se cobraba su importe devolviendo el cambio, si procedía. Nadie se quejaba, por tanto es de suponer que el mesonero tenía una memoria portentosa para recordar qué desayunaba cada cliente. Como a mi no me había visto nunca antes tuve que realizar mi pedido de viva voz y no mediante telepatía como los demás. No por ello se mostró más afable y antes de marcharme me gruño a modo de saludo como a todo el mundo. 

Empezaba la ruta subiendo para entrar en calor en la mañana fría. La ascensión no era excesivamente prolongada e inmediatamente se iniciaba el descenso por el fondo de un amplio valle entre cultivos.

Primero me encontré Palazuelos, ceñida por lienzos de murallas que le estilizan la silueta y mantienen el caserío dentro de los muros sin dejar que se desparrame por los campos colindantes. Llamarla pequeña Ávila me parece excesivo, pero si que resulta un pueblo pintoresco, con su castillo y todo.

Continuaba la ruta por anchas pistas agrarias sin excesivos desniveles. Sin embargo el camino estaba lleno de grandes agujeros y habia que cuidarse de no despeñarse atravesando el espejo que los cubría, en una caída sin final hasta lo más alto del cielo que había en el fondo.

Antes de ascender a Olmeda de Jadraque una antigua factoría salinera sale al paso del caminante. Un cartel en la pista de acceso te invita a no pasar porque se trata de una propiedad privada. Sin entrar se pueden observar bastante bien las balsas de evaporación y algunos montículos de sal y salmuera. Mientras curioseaba desde fuera el perro que se ocupaba de la recepción de visitantes me recordó lo que ponía en el letrero de la entrada y me sugirió que continuara mi Camino.

Llegado arriba, al pueblo, preparé (y me comí) un bocadillo en un banquito con mesa que colocaron a los pies de la ermita para solaz de caminantes, peregrinos u otras almas cansadas que precisen un alto en su caminar.

Frente a una de las primeras casas una mujer estaba dándole a las tijeras arreglando unos (hermosos) parterres. Algunas plantas se habían escapado y vivían cerca, justo en el bordillo de la calle. Buenos días. Hola, ¿caminando?  Pues si, dando un paseo hasta Atienza. Bueno, pues aún te queda un trecho. Le pregunté si una de esas matas a las que ayudaba a crecer era de hierbabuena. Lo decía por el olor. Si, pero esas no, no las toques, son ortigas. Efectivamente por el olor la reconocerás porque son iguales. Esa es la hierbabuena. Y esa el limoncillo. Esa otra es romero. Me ilustró sobre las hierbas aromáticas y me llevé los bolsillos llenos de aromas de hierbabuena, de limoncillo y de romero. Para ir buscándolos con la mano y llevarme a la nariz alegres olores.

A lo lejos, en medio del campo verde había un alto chopo solitario. Sería ese chopo enamorado de la luna que abandona cada noche la chopera. Todos le decían que era un iluso y que esa relación no llegaría a buen puerto. Así que acabó por no regresar para no tener que escucharlos. Se quedó solo en medio del sembrado sin más compañía que la del silencioso verde que le rodeaba y siempre señalando a lo alto, por si una noche la luz amada quedara prendida entre sus ramas levantadas y ya no tuviera que volver a estar más solo.

Mucho antes de llegar a Atienza ya se divisa el torreón de su imponente castillo, clavado sobre una fuerte peña dominando el pueblo. En otros tiempos su mera presencia persuadía a potenciales enemigos de lanzarse a batallas vanas. El mismo Cid evitó acercarse demasiado a la fortaleza musulmana cuando salió de tierras castellanas hacia su destierro. ¿Ruderico, estáis por ahí? Parece que hoy no.

Yo también tuve que batallar para acceder  a la villa, aunque sus torres ya no fueran de moros ni de cristianos. Un arroyo desbordado obstruía el camino que atravesaba el rebollar y un robusto zarzal protegía el estrecho paso que permitía superar dicho obstáculo. Me retó a singular combate si pretendía cruzar por ahí sin mojarme los pies. Tuve que aceptar el envite. Unas vacas que allí pacían plácidamente hicieron de testigos y contemplaron la escena con curiosidad y sin decir ni mu. Finalmente conseguí eludir su abrazo desgarrador y escapé con solo unos feos arañazos y sin daños más graves porque habíamos acordado cesar el duelo a primera sangre que, evidentemente, fue la mía.

Cuando llegué a la Casa del peregrino, que así llaman allí al lugar de acogida dispuesto por el municipio, comprobé que había perdido u olvidado en algún lugar el cargador del teléfono. Llamé al albergue del día anterior y me confirmaron que lo había olvidado allí y que podía ir a recogerlo cuando quisiera. Eso iba a resultar complicado, pensé. Qué contrariedad.

Muchas gracias y buenas noches. 

 

William World Walker
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Hola Papadopou. Siempre que entro en el foro, lo primero que hago es mirar algo ansiosamente si has escrito algo. Cuando está, no sabes la alegría que me entra porque sé que vas a hacerlo otra vez. Vas a sorprenderme y voy a disfrutar con tus reflexiones geniales, adobadas con esa prosa que, por su tono, no puedo evitar que me recuerde a la de Cervantes en El Quijote. Me lo recordó tu conversación con Sancho del otro día. Que sepas que algunos, aunque no te escribamos por no decir obviedades tontas, te seguimos con pasión. Gracias por compartir tanto.

Papadopou
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Decimonovena etapa, hasta Retortillo de Soria. Era 3 de mayo.

En Atienza no conseguí solventar el tema del cargador, debe ser de los únicos pueblos en los que no existe un bazar chino donde encontrar cualquier cosa que puedas necesitar o no.

Bienvenido a la Laponia española, peregrino, me habían espetado el otro día  en el albergue de Sigüenza. El dueño era guarda forestal, o rural, o como quiera que los llamen allí. Conocía el terruño y al paisanaje. El problema del vaciamiento de estas regiones apartadas, envejecidas y olvidadas no se limita a Teruel, que mal que bien todavía existe, o a Soria donde ya se sabe que la población mengua continuamente incluida la capital, cosa que no ocurre en ninguna otra parte del país. En la sierra del norte de Guadalajara, especialmente, se intensifica la despoblación. Y en la de Segovia y la de Cuenca, y en el sur de Burgos y La Rioja, y en el interior de Castellón y Valencia. Por ahí has pasado o pasarás, ¿verdad? Asentí. Y mucha gente no viste, ¿verdad? Negué con la cabeza. Y menos que verás si pasas de nuevo en unos años porque buena parte de lo que hay lo aguantan las pensiones de los mayores. Cuando mueran se acabaron esos ingresos y con ellos los servicios que tal vez has utilizado. En las Highlands escocesas hay más o menos la misma gente que aquí y en la Laponia de Finlandia también. Pero allí hay más juventud. Habrá que cambiarle el nombre a este Camino, le dije. Lo de la lana pasó a la historia. Ya me imaginaba yo que debía ser más por las antiguas rutas del comercio textil que por las ovejas. Pero, la verdad, creí que vería más rebaños en los montes. Me refirió que los usos y las formas tradicionales de vida cambiaron hace tiempo. Antes en cada pueblo por los que pasarás en los próximos días había tres o cuatro rebaños. Ahora en total puede que veas tres o cuatro en todos los pueblos que te quedan. Las Tierras Altas de esta Celtiberia son ya un desierto. De momento demográfico, pero si nada cambia el abandono convertirá estas tierras frías y remotas en yermos y selvas. Hay un término para lo que aquí se ha hecho (o se ha dejado que pasara), demotanasia. La muerte de un pueblo. No los edificios o las casas, sino la población de un territorio. Si quieres un nombre nuevo para tu Camino a Santiago prueba cómo suena el Camino Vacío. Aunque igual ese ya está pillado. Ya se han inventado una ruta de ciclismo que llaman MontañasVacias y que recorre el ombligo de estas tierras.

Pensé que el pobre Don Quijote no tendría hoy en día muchas ocasiones para confundir el polvo que levantan los rebaños con el de dos ejércitos prestos a la lucha.

Para Ruderico tampoco hubiera sido fácil si en su ruta no hubiera habido poblaciones que saquear o a las que cobrarles parias a cambio de no saquearlas.

¡Eh, peregrino -o lo que seas-! Te vi pasar por la Sierra de Miedes. Yo también bajé por ahí para salir de las tierras del rey antes que se cumpliera el plazo fijado.

Lo se, aunque yo subí, no bajé. No es lo mismo. Y no iba a caballo. Y cargaba mi mochila. ¡Y vaya subidita para alcanzar las parameras sorianas!, tal vez no lo sabíais pero son casi mil cuatrocientos metros de altura …  “Es día a de plazo – sepades que non más. A la sierra de Miedes – ellos ivan posar. De diestro Atiença las torres – que moros las han.” Lo leí en el pueblo. Os recuerdan allí. También leí que los bien defendidos muros de Atienza os infundían suficiente respeto como para rodearla por la noche sin que os vieran.

Yo en Romanillos vi más vacas que personas, que no vi ninguna aunque parece que viven unas treinta. Además,  curiosamente, eran cachenas de grandes cuernos. Las vacas, por supuesto.

En Miedes me indicaron donde estaba el bar. Había dos pero eran propiedad de la misma persona, así que como si hubiera solo uno. En uno se ofrecían comidas los días laborales  y el otro, en el que no se comía, lo abrían los fines de semana para ir cambiando. Bendito entretenimiento.

Allí me preguntaron si iba solo. Como contesté que si el hombre, extrañado, comentó que todo el día iría hablando con los pajarillos. Si, me reí, como San Francisco de Asís, que les predicaba. Por cierto, ¿me haría el favor de recargarme el teléfono?, le pregunté cuando me trajo el bocadillo y la cerveza. Anduvo buscando su cargador un buen rato pero al final mi teléfono también desayunó.  Ayer, también de favor, me lo recargaron en un bar cercano al albergue de Atienza. La propietaria del alojamiento de Retortillo, con la que hablé, me ofreció cargadores que otros clientes habían olvidado allí. Problema resuelto, pensé. Veremos.

Muchas gracias y buenos días.

Indi
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Demotanasia sad

 

Joseppb
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Feo nombre el inventado para un fenomeno que no tiene solución. Tiempos ...crying

Disfruta de tus sensaciones. Un saludo

Cristineta87
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Gracias Papadopou smiley

Theis
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Seguimos aquí disfrutando de tus relatos, Papadopou. Gracias!

Papadopou
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Vigésima etapa, hasta San Esteban de Gormaz. Era 4 de mayo.

Iba caminando en la mañana temprano. No era ya primera hora porque siempre acabo entreteniéndome antes de salir por una cosa o la otra, pero sería la segunda o poco más. Me quedaba un buen trecho de carretera. Llevaba encima una sensación incomoda, la inseguridad de estar afrontando un pequeño reto. La distancia que pretendía recorrer hasta San Esteban de Gormaz resultaba considerable para lo que yo, modestamente, acostumbro a  cubrir en una jornada. Y además estaba el cañón del río Caracena. Me esperaba una etapa reina en toda regla. Mi etapa reina.

Por esos campos de Soria se dejaban ver los corzos, solitarios o por parejas. Mi llegada interrumpía su desayuno. Cada vez que me ves, cruzo la pared, cantaban. En este caso era el sembrado lo que cruzaban. Levantaban la cabeza y salían disparados en busca del bosque más cercano, siempre protector. Lo alcanzaban en cuatro saltos mostrándome al escapar, a modo de peineta,  la mancha blanca que lucen detrás. Va por ustedes, parecían decir, se la dedicamos al intruso que no fue lo suficientemente rápido para tomar una foto de la escena. Yo esperaba aquella parte de la cancioncilla de hago chas y aparezco a tu lado. Pero no apareció la corza blanca como un lirio. Sentía a medida que me alejaba que varias decenas de pares de ojos me observaban desde la linde, entre los árboles, esperando que acabara de pasar para volver a ocuparse del tiernos pasto o de los brotes verdes. Pobrecito de ti, no me puedes atrapar, seguía la canción. Debían burlarse desde su lejanía inalcanzable. En aquella loma se quedó mi fantasiosa visión de esa mañana. Puede que en otro momento surgiera otra ocasión más propicia o algún pequeño venado con más curiosidad que timidez que se dejara retratar.

Se acabó la carretera, por el momento, en Tarancueña. ¿En qué condiciones me iba a encontrar el sendero que atravesaba el desfiladero y cuánta agua llevaría todavía el rio? Me encontré un paisano que paseaba su perro y le pregunté. Él no habia llegado hasta Caracena pero dijo que se podía cruzar. Igual acababa mojándome los pies porque las piedras que salvaban los vados podrían estar un poco inseguras tras las abundantes lluvias. Si no puedes pasar siempre puedes regresar al pueblo y seguir por la carretera. De momento adelante, siempre adelante.

El rio Caracena tuvo un sueño cuando nacía allí en la sierra de Miedes, mucho antes de que nadie la llamará así o que la llamaran de la Pela, como hacen todos ahora. Desde lo alto de las peñas de las que brotaba contemplaba lejano el transcurso majestuoso del Duero y no solo  deseó ser como él, soñó ser él. Inició el camino de su vida en pos de su anhelo. Acarició las rocas que se interponían en su camino con mimo, con cariño, envolviéndola con abrazos de seda. Quiso convencerlas así para que le permitieran pasar para alcanzar el llano y que su historia pudiera alcanzar su final y un sentido. Incansablemente cinceló las montañas con fina sensibilidad estética. El rio Caracena, el hacedor de paisajes, resultó ser un artista.

Cuando llegué hasta él le pedí permiso para poder continuar. Bajaba cantarín pero se había retirado lo suficiente para poder transitar sin problemas por la senda, no más que eso era, que atraviesa el cañón. Entendí que no se oponía y continué adelante. La vegetación estaba exultante tras un tiempo de lluvias generosas. Los juncales mostraban el curso del agua que corría pegada al sendero. Muy pegada, cuando vuelva la lluvia el rio recuperará el fondo del barranco y probablemente cubrirá la trocha y para pasar habría que mojarse los pies. Hoy bastó cruzar, en tres ocasiones creo recordar, sobre piedras aunque algunas bailaban al son que marcaba el agua.

Si en algún lugar en los caminos que recorrí me sentí minúsculo fue aquí. Bajo la mirada curiosa de los buitres que ocupaban el palco superior me senté a contemplar el apabullante escenario de paredes esculpidas con una paciencia infinita durante un tiempo inacabable.

El último paso del río es el que tiene las mejores piedras para cruzarlo. Solo quedaba ascender al pueblo en lo alto y desde la iglesia que edificaron junto al acantilado contemplar el tajo profundo que el rio talló.  Hacia el otro lado sigue su lento discurrir bajo el puente que hombres de otros tiempos levantaron allí para cruzar sin depender de piedras bailarinas. Hacia el Duero, junto al que me acogerán para pasar la noche en San Esteban.

Después de pasar Fresno de Caracena, camino de Ines, puede verse en la distancia un bajel varado en la llanura. El castillo de Gormaz semeja allí en medio una isla solitaria en el verde mar. Un faro junto al rio de cuyo paso fue vigía atento. Cerca de allí el nombre de un pueblo invita a no olvidar, Recuerda ponía en la señal de tráfico.

Recordar historias pasadas para orillar un presente olvidado. Imaginar un futuro que sea como el discurrir de un gran rio cuando llega al mar: lento y sereno, sabio por el bagaje acumulado durante el recorrido. Cuando el rio Caracena fue Duero atrás quedaron sus ansias juveniles y se fue a ver mundo. Cuando quiso darse cuenta, allá en la lejana Portugal, se había hecho viejo y, ni dulce ni salado, poco a poco dejó de ser rio y se convirtió en océano (gracias, José Luis Sampedro).

Muchas gracias y buenas noches.

 

Papadopou
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Vigesimoprimera etapa, hasta Quintanarraya. Era 5 de mayo.

Hay quien cree que el pensamiento es lo más veloz que existe en el universo. Cierras los ojos y en un santiamén te transporta hasta un planeta parecido al nuestro y estás orbitando alrededor de Alpha Centauri. La luz de ese sistema tardaría mas de cuatro años en llegar a la Tierra y eso que viaja a través del espacio vacío. Para ir hasta allí subidos en una máquina que alguien inventara necesitaríamos toda una vida probablemente y andando tampoco podríamos porque, como no podemos caminar a la velocidad de la luz, tardaríamos incluso algo más.

Las ideas tampoco pueden viajar a la velocidad de la luz porque, a menos que atraviesen algo tan vacío como el espacio sideral, por ejemplo mi cabeza hueca, tienen que transitar de neurona en neurona y eso ralentiza su viaje.

Creo que es por eso que en este punto del camino mis ideas, por muy peregrinas que sean, van más despacio que mis pies. He venido observando cuanto me rodeaba como espectador atento (espero) pero, en cierta medida, ajeno. Cuando el viaje se prolonga las palabras se vuelven pesadas y se atascan, se aturullan. Los pies por el contrario con el hábito se vuelven ligeros y caminan más y mejor. El pensamiento deja de caminar y los pies dejan de pensar. Siento cada vez menos la necesidad de describir qué capta la atención de mis sentidos porque, a medida que más pasos me hacen avanzar, ya no soy un cuerpo atravesando la escena representada en un cuadro. He pasado a ser parte del cuadro mismo. No necesito contemplarlo, me bastan sensaciones y sentimientos y se desvanece en el aire la necesidad del relato. Siento, luego existo.  Resulta redundante explicar la calidez del sol si ya estoy sintiendo en la piel su caricia. Para abarcarlo todo entre mis manos no necesito convertirlo en palabras. El silencio basta mientras fluyen las sensaciones. La dulce fragancia de las retamas que inunda mi olfato mientras el aire soleado se llena del zumbido de las abejas volando entre las flores.

Ayer para rematar la etapa, como si no hubiera resultado suficientemente larga, salí del alojamiento para buscar un bazar dónde conseguir un cable para poder recargar el teléfono. Como habrá adivinado el lector avispado en Retortillo no pude resolver el tema. Ya puestos también me fui a visitar las iglesias de San Miguel y la del Rivero porque por la mañana no las iba a encontrar abiertas. A lo que si renuncié fue a subir a lo alto de la torre de ningún campanario. A cambio pasé por el súpermercado a comprar lo necesario para hacerme la merienda cena en el hotel. La última vuelta antes de retirarme a descansar a mi aposento.

Por la mañana atravesaba amplios campos cultivados. El aire lo llenaban los trinos de los pájaros y sin embargo no veía ninguno. Levanté la cabeza y allí estaba revoloteando. Uno solo, esforzado, como si tuviera dificultades para sostenerse prendido en un viento caprichoso que lo hacia subir y bajar con sus rachas cambiantes. Revoloteaba y cantaba. Todo aquel primer canto de la mañana provenía de él. Entrecortado por el esfuerzo de un vuelo que lo llevaba a lo alto, alto, alto, para que lo oyeran desde todas partes. ¿Estaba dando la alarma? ¿O estaba llamando a sus congéneres? ¿Era una exhibición para atraer a alguna amiga? Fuera por lo que fuera volaba solo y volaba difícil, como si le costara. Pero era comprensible porque si subir una cuesta y hablar a la vez resulta exigente, más aún volar y cantar. Volare, oh oh oh oh. Cantare, oh oh oh oh. Nel blu di pinto di blu. Felice di stare lassù.

Allí se quedó el pajarillo, en una loma alfombrada de verde. La colina se alzaba suavemente hacia el cielo para que las nubes también pudieran apoyarse para descansar de sus altos vuelos.

Pasado el mediodía la cabeza empezaba a perder los papeles en favor del estómago. En Villálvaro habia encontrado el bar todavía cerrado, aunque pude tomar un café. Luego, para evitar la carretera las flechas amarillas me hicieron dar un buen rodeo por una extensa zona de cultivos, pasando por la recuperada ermita románica de la Virgen de las Lagunas, antes de Zayas de Báscones. Pensé que en Alcubilla encontraría abierto el teleclub para poder comer y, de vuelta a la carretera, apreté el paso para llegar antes de que cerraran. Y si, llegué. Y si, estaba abierto, y muy animado por cierto. Pero me tuve que conformarme con un par de cervezas y unos panchitos y cacahuetes para picar. Eso sí, tenían un bonito sello con el rosetón de una ermita del pueblo.

Dejé atrás el asfalto, por el que casi volé para llegar Alcubilla. Las arcillas cambiaron de color y la tierra pasó de un rojo sangre a ser de un blanco inmaculado. En los montes, camino de Quintanarraya, conviven sabinas de buen porte con las encinas, que en esta época lucen sus candelas, encendidas entre  amarillas y doradas si las ilumina el sol. Aquí conviven en armonía.  Pero la  encina le va ganando el terreno al enebro. Se nota que ya las ovejas no acuden a pastar por estos lares. Para ellas es un manjar mucho más apetecible el brote tierno de la encina que el pequeño enebro recién brotado. La encina prospera sus anchas y la sabina, más tímida, se va retirando.

En el bosque el canto de los pájaros parece más melodioso y más relajado que en los sembrados de la llanura. Tal vez se deba a que estar posado en la rama robusta de un árbol en lugar de en cualquier pincho sin estabilidad tranquiliza y facilita poder elevar la voz y hacerse oír.

Finalmente alcancé Quintanarraya. La mujer que se encargaba del albergue vivía al lado. ¿Has comido?, me preguntó cuando ya se marchaba tras recibirme. El bar está abierto pero a estas horas ya no tendrá gran cosa. Pensaba prepararme un bocadillo con lo que  encuentre por la mochila. Ayer bautizamos a mi nieta, me dijo, y con lo que sobró nosotros hemos comido también hoy. Si te apetece todavía queda lechazo y ensalada. Qué podía decir yo, pues que aceptaba su ofrecimiento de mil amores, sonaba mucho más apetecible que el bocadillo y, sobre todo, muchas muchas gracias.

Muchas gracias y buenos días.

 

 

Papadopou
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Vigesimosegunda etapa, hasta Santo Domingo de Silos. Era 6 de mayo.

Abandoné Quintanarraya acompañado de chirimiri, mollina, sirimiri, orvallo y garúa, un quinteto ni de cuerda ni de viento, sino de agua. Nombres no faltan para una llovizna escasa que no caía con fina ironía sino con retranca de grueso calibre. ¿Para eso abres el paraguas? Déjate calar, bobo. El cielo se habia cansado de ver caer la lluvia y desde hacia días no la dejaba bajar. Hoy, por fin  tocaba regar de nuevo, aunque nadie me había avisado. Día de paraguas, pues. Los caracoles salieron a pasear y el camino resbalaba ligeramente, aunque tal vez fuera por el barro y no por otra cosa. Había que ser cuidadoso para no provocar un estropicio, que casi rima con caracolicidio aunque no del todo.

Al llegar a Huerta del Rey me pude tomar,  finalmente, un pincho de tortilla de patatas después de … después de todo el camino. Nunca vi menos afición a este  símbolo patrio que en  esta ruta. Al acabar de desayunar llovía más.

Después del pueblo no encontré ni una señal que indicara la ruta correcta. Menos aún cuando el camino del Cid me abandonó al cabo de un trecho mientras yo continuaba por la carretera. Menos mal que sabía por donde ir porque me sobraban dedos en la mano para contar las flechas amarillas. Una estrecha carretera atravesaba un bosque magnífico de grandiosos pinos que seguramente acabaran hechos tablones, pellets, serrín o cualquier otro producto madero que el mercado requiera. Pasaban enormes camiones. Cargados y vacíos. Yendo y viniendo. Desde y hacia alguna zona industrial indicada por las señales de tráfico y que en alguna parte debía estar aunque no la viera.

Mientras cuidaba que ninguno me arrollara en su ir y venir en ese día de paraguas abiertos, en mi memoria repiqueteaba el soniquete de la cancioncilla: los pajarillos cantan, las nubes se levantan… y entre camión y camión, que caiga un chaparrón. No era exactamente así, pero si algo parecido.

Tras la subida, la bajada. Hasta la villa de Peñacoba, que fue donada antes de que empezaran sus cuitas con el rey por el Cid al Monasterio de Silos,  que entonces todavía no era de Santo Domingo sino de San Sebastián. Perdone, ¿el bar está cerrado? Si, lo abre cuando le da la gana. Yo hoy te vi en Huertas, ¿te has mojado? Es cierto, usted estaba resguardado bajo el soportal y yo salía de sellar la credencial en el ayuntamiento. Ya ves qué día de sol se ha quedado. Por cierto, me llamo Rodrigo. Me lo quedé mirando. Vaya coincidencia, Mio Cid. ¿Cómo dices? Es que estoy bastante sordo y me dejé el aparato en casa. Negué con la cabeza mientras él se alejaba hacia su domicilio. Pensé que hace dos días al llegar a Olmillos, el pueblo antes de San Esteban, también pregunté por un bar cerrado y aquel hombre fue a su casa a buscar una cerveza para mi. Lo de hoy en Peñacoba igual fue porque el hombre realmente estaba sordo pero, además, está claro que todo el monte no es orégano.

Sin bar ni cerveza y sin nadie por la calle no veía motivo para permanecer en el pueblo más tiempo. Aunque tampoco tenía prisa porque al albergue del monasterio no podía acceder hasta después de las cuatro y media. Así que tranquilamente fui siguiendo el camino que se elevaba sobre el cañón que abrió el rio con mando en plaza y cuyo nombre desconozco.

El vecino desfiladero de la Yecla suele llevarse la fama por el fino cincelado que realizó allí  el rio, arroyo o cauce según la época del año aunque, ¡diantres!, tampoco se recuerda el nombre del artífice. Los arroyos de esta sierra son hábiles escultores y la caliza se deja querer y se derrite entre sus manos.

El desfiladero de Peñacoba no desmerece y se adorna desde lo alto con hermosas vistas del valle que se te meten por los ojos. El valle, la sierra, el pueblo, la abadía. No se sabe hacia dónde mirar para poder incluirlo todo en un recuerdo que luego se pueda contemplar con los ojos vendados de la memoria.

El rio de ese valle si tiene nombre, Mataviejas. ¿De veras? Pues si. Y mejor andar con ojo en la bajada hacia Silos, hoy ya si de Santo Domingo, sino no quiere uno, tenga la edad que tenga, acabar despeñado y matado como las viejas del rio.

Desde la ermita de la Virgen del Camino la visión del imponente edificio de la  abadía dominaba el panorama. Asomando por encima, el ciprés del claustro. Pensaba pasar a saludarlo más tarde.

El monasterio dispone de un buen albergue para acoger a los peregrinos (fuera del edificio monástico). El monje que me recibió me preguntó por los motivos de mi viaje. Solo se me ocurrió responder lo de la búsqueda. No pareció extrañarse a pesar de mi falta de concreción. Tal vez también él hubiera buscado y al final encontrara cuanto necesitaba entre los muros donde ahora vivía. Justamente la riqueza de la vida monástica se basa en el principio de no necesitar. Me sonaba la letra de esa canción. Me dijo que el claustro no lo podría visitar esa tarde porque era lunes y estaba cerrado. Como quería verlo otra vez pensé que lo haría cuando abrieran por la mañana, después de la misa a la que asistiría. Me apetecía  volver a escuchar la palabra cantada, las plegarias de los monjes elevándose al cielo, musicadas, en las naves de su iglesia.  Por eso esa tarde, tras el aseo y la colada, hice los preparativos para cenar temprano y así poder asistir al oficio de vísperas. Me desprendí de las prisas y decidí que mañana a Mecerreyes ya llegaría, tenia todo el tiempo del mundo.

Muchas gracias y buenas noches. 

 

Papadopou
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Vigesimotercera etapa, hasta Mecerreyes. Era 7 de mayo.

¡Vaya jartá de dormir que me he dao! Pensé  mientras me desperezaba sacando los brazos del saco. El despertador del teléfono se quedó ayer en silencio y como por la mañana no sonó seguí durmiendo como un bendito, que es la mejor manera de hacerlo. El cuerpo agradeció la deferencia y ni siquiera se descompuso cuando fui contando las campanadas que tocaban. Una, dos, tolón, tolón, cinco, seis, tolón, tolón. ¡Cagüentot! ¡Las ocho! La misa era a las nueve y todavía tenía que recogerlo todo e ir a desayunar. Mi ángel de la pereza me susurraba al oído que cinco minutos más, que ya había asistido al oficio de vísperas y que para qué tanta prisa por una misa. Aprecié el pareado y no me resisti a que Morfeo no acabara de soltarme. Continuaba envuelto aún en la atmósfera de la víspera en la iglesia.

Me había sentado discretamente en la última fila de la nave central, cerca de la puerta, donde la luz que iluminaba la zona del coro y del altar le echaba un pulso a las sombras del fondo. Las plegarias cantadas con aquel tono monótono y algo oscuro se elevaban trepando por las paredes. ¿Eran las voces de los monjes o era la piedra que cantaba? No entendía las palabras porque las recitaban en latín. No había acompañamiento musical. Tampoco los artificios electrónicos que suelen adulterar la música actualmente. Los asistentes no éramos un público al uso al disfrute del cual se dedica habitualmente la interpretación musical. Las gruesas paredes hacían resonar la música, la oración, elevándola hasta lo alto, al cielo, donde tenia que ser escuchada. Cuando acabó el oficio los monjes, alineados en dos escuetas filas, cruzaron la iglesia hacia las dependencias monásticas. El eco de la Palabra cantada reverberaba todavía dentro de mi cabeza. Me resultaba inexplicable la fascinación que ejercía sobre mi. Lo que apreciaban mis oídos era la armonía de una vida simple hecha sonido.  Me vi siguiendo aquella línea de hábitos oscuros. Supongo que continuaba vibrando en la misma sintonía. La de la simplicidad de aquella música. La de aquella vida. ¿La de la oración? ¿Yo, que no rezo desde que hice la comunión, o casi?

Le dije al holgazán de mi ángel de la guarda que era hora de levantarse. Íbamos a ir otra vez a la iglesia y luego al claustro a saludar al ciprés.

La celebración de la liturgia de la misa es como una fiesta familiar. Hoy en día suele asistir solo un pequeño grupo de personas, normalmente siempre los mismos, especialmente en pueblos pequeños. En Silos yo estuve aunque no participaba del rito. Me gustó estar, aunque me sentía como si me hubiera colado en una boda. Me sucede lo mismo en Santiago en la misa del peregrino. Asistir y que se me contagie la alegría de los demás. Porque la fe no se contagia. Un Camino de fe para el que asi lo sienta. Lograr un cierto sentimiento de comunidad, de pertenencia y de no estar tan solo.

Solo, como el ciprés del claustro. Siempre levantando la mirada al cielo con una inquietud espiritual que le contagian sus hermanos. El hermano ciprés ya sobrepasa la segunda galeria del claustro. Cuando crezca un poco más verá que en la entrada principal otro árbol gigantesco, una secuoya inmensa, otro enhiesto surtidor de sombra y soledad al que no le escribió el poeta, ha estado allí desde siempre contemplando el tiempo desde la altura.  Para el ciprés los años transcurren uno tras otro observando el silencio de los cada vez más escasos monjes y la algarabía vespertina de los cada vez más  abundantes pájaros a los que cobija. El recogimiento que busca el espíritu entre las venerables piedras se rompe contra los alegres trinos de los pájaros, que sirven de contrapunto a la sobriedad del canto de los religiosos. ¿Cuál será más del agrado de Dios?

También los turistas rompemos la calma del lugar. Yo fui el primero de la mañana. Abrieron la puerta para mi ya que llegué poco antes de la hora de apertura. Además como peregrino estaba invitado. Lo sería o no, pero podía mostrar un documento que así lo acreditaba. En resumen que no tuve que pagar para que me franquearan el paso. Admiré con calma las viejas piedras. Ese libro estaba escrito en un lenguaje que casi no podía entender y no me había acordado de llevar el diccionario. Cuando el tropel de visitantes empezó a invadir el cuadro de las fotografías que intentaba tomar di por finalizada la visita y me marché.

Después de Santo Domingo el camino sube y baja los montes de la sierra. A los márgenes se encuentran pilas de cadáveres de árboles que perdieron su batalla contra algún pavoroso incendio no muy lejano. Han dejado los montes pelados y ahora tocará esperar que la naturaleza haga su trabajo. Encuentro de frente algunos ciclistas que recorren el camino del Cid cabalgando sus monturas de dos ruedas, algunos más bien empujándolas en las subidas. Como de costumbre nadie nunca caminando y,   menos aún, ningún peregrino.

Ya desciendo los montes cubiertos en esta vertiente de bonitos bosques de carrascas, de sabinas y de pinos. ¿A salvo del fuego?  A lo lejos se intuyen las llanuras castellanas y sus horizontes infinitos. Enfrente, ahí abajo, el valle del Arlanza, kilómetro cero de la historia de Castilla. Primero llego a Retuerta, cobijada en un meandro del río. Luego sigo hasta Covarrubias, el tarro de las esencias. Después hasta Mecerreyes pisando asfalto.

Muchas gracias y buenas tardes.

 

Mauro Sala
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Nada, no hay nada que hacer, queridos peregrinos; solo leer y fantasear. Papadopou es un Poeta y de vez en cuando nos llena de belleza literaria a lo largo de sus Caminos.... Gracias Papadopou

Xavier Riera Luna
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Papadopou
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Papadopou
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No se merecen, Mauro. Fantaseemos que algo queda. Gracias a ti. Saludos.

Papadopou
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Vigesimocuarta, y última, etapa. Hasta Burgos. Era 8 de mayo.

Cuando llegué al albergue en Burgos  aún tenían sitio para mi. Eran más de las cuatro de la tarde. No era mala hora teniendo en cuenta la distancia recorrida, aunque en realidad no sabia cuál debía ser porque me despisté en un par de ocasiones y al final abandoné las flechas para llegar a la ciudad siguiendo una antigua vía de ferrocarril reconvertida para usos lúdicos. ¿He dicho que dejé las flechas? No fue así exactamente.

¿Vosotros sois de la Asociación de amigos del Camino de Burgos? Le pregunté al que estaba al otro lado del mostrador al llegar al albergue. Si, me respondió. ¿Entonces os preocupáis por todos los caminos a Santiago que pasan por la provincia? Si, claro. Es que yo hoy vengo desde Mecerreyes y me ha dado la impresión de que la Ruta de la Lana la tenéis un poco olvidada. Más olvidada incluso que el Camino Olvidado que, aunque pasa allá arriba por las Merindades, el año pasado tenía  más señales que la ruta de aquí abajo. Os debería sonar aquello de que el Sur también existe. Me sobran dedos en una mano para contar las flechas que he visto hoy. Y en algún cruce hubiera agradecido alguna porque me falló la cobertura del teléfono. Ah, tú eres el que llamaste ayer.

En efecto, les había llamado para preguntar si habría sitio para mi cuando llegara. En Requena (¡uff! ¡Qué lejos quedaba ya!) me habían recomendado que así lo hiciera si pensaba ir al municipal de Burgos porque, aunque no aceptaban reservas, si mostraban cierta consideración para los peregrinos que llegaban desde Mecerreyes por la Lana. Aunque seguí el consejo no obtuve ningún trato de favor, lo cual no me pareció mal. Aunque luego vete a saber qué habrán caminado los que llegan cada día a la cola para entrar antes, bastante antes, del mediodía. Solo me informaron que en estas fechas no se estaba llenando el albergue… excepto en alguna ocasión puntual. Vale, gracias. Tendría que confiar que mi llegada no coincidiera con uno de esos días del mes en los que completaban el aforo.

Finalmente, como dije, hubo sitio. En la sexta planta. Teniendo en cuenta que la quinta estaba cerrada por reformas y que la sexta, que será la única que les falte por reformar, servía de comodín para cuando ya han completado las otras cuatro plantas operativas ya reformadas, mi conclusión fue que el establecimiento estaba petado de gente y que llegué en el tiempo de descuento.

Pero bueno, las quejas al maestro armero y si no, pues haber madrugado más. Eso es lo que yo hubiera querido hacer, levantarme antes. Pero, ¡puñetas! -casi se me escapa un ¡carallo!, de los que aprendí del maestro Cela jornadas atrás-, el despertador volvió a jugármela.

En la habitación del último piso del albergue, que a pesar de las escaleras fue la que me había parecido más confortable porque había camas en lugar de literas, me despertaron las campanas, supongo que las de la iglesia. Tolón. Tolón. Y hasta ocho conté. No podía ser. Otra vez y con la de kilómetros que tenía por delante. En fin, tranquilidad. Y un buen desayuno para iniciar la jornada. Con el bar cerrado tuve que conformarme con lo que encontré en la mochila, té y galletas. La última cena también había sido de fondo de armario, o de restos de serie. Cayeron finalmente el sobre de sopa y el yatekomo que me habían acompañado tantos días porsiacaso.

Salí del albergue, deposité las llaves en el buzón que me habían indicado y por inercia seguí la carretera por la que llegué la tarde anterior. A los diez minutos me di cuenta de que no era por ahí. Media vuelta para buscar las flechas. No las había. Por lo menos a la vista. Al menos que yo pudiera ver. La tecnología me guió en esta ocasión por el camino correcto. Más tarde no lo hizo y en una encrucijada lo dejó a mi criterio. Mi elección supuso otro rodeo de media hora. Pecata minuta.

Por eso cuando encontré la vía verde y una señal me indicaba Burgos no dudé. La seguí y no me bajé de ese tren hasta llegar a mi destino.

En Cardeñadijo, en principio, había que abandonarla para, por algún motivo desconocido, ascender a una loma, pasar junto a unos enormes depósitos metálicos y luego volver a descender hacía la ciudad por el otro lado. Afortunadamente no descubrí flechas que me sugirieran tal alternativa, quizás porque no entré en el pueblo. Continué  adelante sin remordimientos, lisa y llanamente, como hacían la carretera y el rio.

Encontré la ciudad abarrotada. De gente, de coches, de ruido, de olor a ciudad. Llena de todo lo que durante tantos días no había echado de menos al recorrer en soledad caminos vacios gente, de coches, de ruido y de olor a ciudad.

Cada Camino a Santiago que se da por finalizado supone, en cierta forma, una pequeña muerte. Concluye el caminante y regresa a su apariencia civil. De ahí la nostalgia por continuar y no abandonar ese estado de beatitud alcanzado.

La dicha que me resisto a perder, aunque finalmente me resigne. Como una veleta oxidada por el tiempo que no es capaz de girar según le sugiera el viento. La flecha en algún momento se quedó atascada señalando la dirección que la vida marcó. Añora la posibilidad de abrirse a los cuatro vientos, de poder cambiar de dirección según sople el aire y seguirlo sin más consideraciones. Pero fuera hace frio y si la barca quedó varada en esta playa habrá sido por alguna razón. Aunque añore una libertad que dudo que llegara a tener nunca, me siento privilegiado por el sitio que me tocó en el mundo. Será en la próxima vida, tal vez. Pero antes que eso habrá un próximo Camino.

Muchas gracias y buenas tardes. 

 

Joseppb
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Muchas gracias a ti Papadopou y enhorabuena por transmitirnos tus experiencias y sensaciones, así como tus muchos conocimientos. En nuestra orfandad, saborearemos tus crónicas y estaremos pendientes de tu próximo Camino, como las cigüeñas en su peregrinación anual. Un saludo peregrino.yes