Relato del Camino del Salvador II

Autor: 
Eduardo Sánchez de Prado
Fecha: 
2009

En este relato se narran hechos reales y se describe mi “camino de Santiago”. Las dos últimas semanas de julio de 2009 recorrí el Camino de Santiago por primera vez, y lo hice a través de los tramos del Salvador y del Primitivo (una curiosa “L” que me regaló 440 kilómetros de alta montaña). Pese a lo que pueda parecer en distintas partes de mi relato, sobre todo cuando describo mis penurias, repetiría la experiencia de los dos caminos con los ojos cerrados. Prueba de ello es que escribo esto en vísperas de repetir el Camino del Salvador. 

LA SENDA DEL SANTO DE LA MONTAÑA

Llegué a León a las cinco de la tarde tras ocho horas de tren y unos cuantos sudokus que mendigué de entre los periódicos que iban dejando los pasajeros. Haber hecho el trayecto desde Barcelona tantas veces ayudó a que saliera del tren sin dolor de espalda. No quería empezar mi travesía con dolores antes de tiempo.

Siendo como es León parador compostelano reconocido, ya había reservado habitación en un hostal barato en el barrio húmedo; hacia allí me dirigí. Una vez hechas las presentaciones con la hostalera dejé la mochila y me fui directo al convento de las Carbajalas, a por mi credencial compostelana. Al llegar e inscribirme como peregrino me confirman que he hecho bien reservando habitación, pese a ser mediados de julio, el albergue está completo y aún se espera la llegada de cincuenta alemanes más.

Con la credencial en mi poder (sellada debidamente) y con la mochila en el hostal, dediqué el resto de la tarde a pasear por esta milenaria ciudad, visitar su catedral de la que uno nunca se cansa de ver, y cenar en el barrio húmedo. Aprovechando el paseo me paro a observar el hostal de San Marcos, parador, antiguo hospital, antigua prisión: mi punto de partida a la mañana siguiente.

Duermo bien en el hostal, cómo se nota la altitud y la falta de humedad que mortifica los veranos a los barceloneses. Antes de que salga el sol ya estoy en camino, lleno la cantimplora en la fuente de San Marcos y diviso mi primera baliza, justo al lado del Hostal. Sigo por la vereda derecha del río en vez de cruzarlo, como hacen algunos peregrinos que veo en la lejanía.

El trayecto hasta el primer pueblo pasa por áreas residenciales de las afueras de León, que se hacen eternas cuando deseas salir ya a campo abierto. En cuanto salgo por fin me encuentro con unos doscientos metros de carretera y…¡el primer pueblo! Parece mentira, pero ya he recorrido 8 km. Ni yo mismo me creo la marca en tan poco tiempo, ya que no son ni las ocho y media de la mañana. A la entrada del pueblo veo un bar y aprovecho para desayunar este primer día. El hombre que me atiende no se extraña de ver una persona a esas horas un domingo a primera hora, desde luego el pueblo está desierto.

Tras provisionarme continuo y al final del pueblo, por fin, veo una pista de tierra que se adentra en la espesura de un pequeño bosque, a través del cual se accede a la ladera de las montañas por las que caminaré a partir de ahora. Tras adentrarme y entre la vegetación comienza el ascenso y luego, un claro que da a la ladera y una panorámica maravillosa del valle del río Bernesga. Continúo ilusionado, es el primer día de caminata y poco importan las subidas, las bajadas y los tropiezos (días más adelante, con los músculos destrozados, prestaré atención a los desniveles que surjan, como un espectador ante el tiempo que hará mañana).

Después de media hora caminando subo un fuerte repecho que parece que me lleva al punto más elevado de mi trayecto de hoy. En la cima de la montaña, toda vez que he dejado atrás los pueblos de la periferia de León, el valle se agranda y se hace más verde. Aprovecho el paisaje para descansar la espalda, los pies y el resto del cuerpo y tomar un refrigerio, porque el calor empieza a hacerse notar.

Desde luego, el camino entre Carbajal de la Legua y Cabanillas, todo él media montaña y fácil de hacer, es uno de los mejores paseos para practicar senderismo por la comarca: no hay coches, ni motos, y sólo vi un ciclista a media mañana. No vi ningún caminante, lo cual me extrañó al ser mediados de julio. El Camino de Santiago suele estar abarrotado por estas fechas.

Finalmente bajo de la montaña, dejando atrás ese grato recorrido que me ha ocupado casi toda la mañana, y me dirijo al pueblo de Cabanillas; sin comerlo ni beberlo tengo a mis espaldas casi veinte kilómetros. Pero no me siento desfallecer, la ruta ayuda. En el pueblo paro a llenar de nuevo la cantimplora en una fuente de agua fresca y a refrescarme un poco. Antes de ponerme de nuevo en camino pienso que he dejado atrás un paisaje muy hermoso, y temo lo que me espera a partir de ahora. No puedo estar más equivocado, ahora la ruta se allana, pero sigue el curso del río y la espesura que lo rodea es bucólica.

A la salida del pueblo me cuelo y no veo la baliza, giro en la dirección que no es y cruzo el río. La propia situación en sí me extraña, porque se suponía que no debía cruzarlo tan pronto. Por suerte, una buena gente que pasaba en coche advierte mi despiste y me indica mi error, señalándome por donde debo ir. Una muestra de la amabilidad que me encontraré en todos los pueblos por los que pase, porque si hay algo que me ha marcado de este camino, a parte de su belleza, es sin duda la generosidad de las gentes de la comarca y su disposición a ayudar al peregrino en lo que sea. Agradezco a los vecinos sus indicaciones y doy marcha atrás para retomar el camino correcto, no será la primera vez ni la última, pero ahí están los lugareños para ayudar cuando sea preciso. No obstante, la equivocación me permite observar un bello tramo del río Bernesga, en el que reina la calma en sus aguas.

Ya es media mañana avanzada y decido aligerar el paso, ya que me he propuesto llegar a Buiza de Gordón, final de etapa con albergue y aún me quedan más de una veintena de kilómetros. De esta manera, sigo por la vertiente oriental del río, sin separarme demasiado de su curso, disfrutando del frescor de la sombra de sus árboles y cruzando los pequeños pueblos de la región que son una delicia para la vista.

De pronto, un brusco cambio en el paisaje me advierte de que estoy dejando la tranquilidad del campo para adentrarme en el bullicio de la ciudad. Es la central térmica de La Robla, que ofrece la carta de presentación del pueblo. Éste, pese a ser un pueblo pequeño y tranquilo, se me aparece como una gran urbe. Ya estoy desconectado del mundanal ruido tras toda la mañana entre la naturaleza que un pueblo de más de dos mil habitantes me parece enorme. Pero como soy humano y necesito alimentarme, aprovecho los servicios que me ofrece la “metrópolis” para sentarme a comer buena carne de León. Los efectos de la mochila aparecen de golpe ante mí, primer día y dolor en los hombros; y eso que no pasa de seis kilos, pero no puedo ni levantar los brazos para coger cuchillo y tenedor (pasarán unos tres días hasta que me habitúe a la mochila y entonces pasará a formar parte de mí a modo de joroba).

Una vez comido salgo de La Robla y reanudo la marcha, todo el rato siguiendo el río. Me voy alejando de la media montaña y a lo lejos diviso las primeras cumbres que serán la antesala a la cordillera cantábrica que atravesaré por Pajares. Pero ahora voy por llano al lado del río, que a veces va manso y a veces revuelto. Paso al lado de un puente romano y continuando por la senda vengo a dar con la Ermita del Buen Suceso. Hay un merendero justo enfrente y decido reposar, beber de la fuente, y admirar la belleza de la construcción. Mientras descanso llega un caminante, un lugareño que se fija en mí y entablamos conversación (no será el primero con el que la entable, la soledad del camino conduce a reflexionar pero también a hablar solo, y se agradece encontrar gente abierta).

El buen hombre me explica que el también ha sido peregrino y, especialmente, de esta ruta. Me describe cómo llegar al siguiente pueblo y me relata además cómo realizó este camino en pleno invierno, con la nieve a la altura de las rodillas y pasos infranqueables. Mientras lo escucho me doy cuenta de que estoy ante un montañero experimentado, mañana cuando haga la siguiente etapa de los “collados” caeré en la cuenta de que este hombre es antinatural, para hacer lo que hizo. Me despido de él y me desea suerte. Me queda menos para llegar a Pola de Gordón.

Por fin, tras tantas horas, cruzo el río Bernesga. Voy lanzado a la Pola siguiendo la vereda del río. Mi intención es aprovisionarme en el pueblo, pero he tenido la gran idea de hacer la etapa en domingo, con lo que todas las tiendas están cerradas. Eso es lo que me encuentro al llegar. Por suerte, hay un bar abierto y tienen a bien de hacerme un bocadillo para la cena. Cargo con él y, ahora sí, afronto la el último tramo de la etapa de hoy hacia Buiza de Gordón; hacia el albergue.

El camino hacia el pueblo de Buiza es la carretera comarcal que une el pueblo con Pola. Estas carreteras en León casi ni se transitan, ya que los únicos que las recorren son los vecinos de los pueblos. Esto me permite ir tranquilamente por ella e ir admirando el paisaje entre montañas. Pero ¡ay!, el cansancio comienza a hacer mella en mí, y las piernas empiezan a no responderme como quisiera. Estos últimos kilómetros se me hacen eternos, incluso unos vecinos que paseaban me dan ánimos para continuar diciendo que Buiza no queda lejos. Sin despreciar la enorme simpatía de las gentes de lugar, una de las características que los definen por todos los pueblos por los que pasé es que para ellos los lugares a los que me dirigía estaban cerca y el camino era llano; casi siempre era lo contrario (después de diez días uno le pilla la gracia).

Son casi las siete y llego a Buiza. Un pueblo pequeño, tranquilo; pero que nadie se piense que desierto. Lleno de vecinos y con niños jugando por las calles. Sin duda, lo primero que uno ve al llegar a Buiza son sus montañas, está enclavado en el fondo del valle y si uno quiere desaparecer de la faz de la tierra, este es el lugar para hacerlo.

Me reciben vecinos que me asaetan a preguntas. Me siento en familia, he de reconocerlo, todos se interesan por mi estado físico (lo cierto es que llego molido) y se preocupan porque vaya solo. Me ofrecen de comer, de beber,…Yo me intereso por si han pasado más peregrinos antes que yo. La respuesta que recibo me deja atónito: “En lo que llevamos de año tú eres el tercero”. Esta información me hace pensar en el desconocimiento galopante que hay sobre este camino, y sobre lo indómito del mismo; me entran más ganas si cabe de realizarlo. La charla termina cuando llega el simpático presidente del Concejo y me abre las puertas del albergue. Un albergue tan nuevo que tiene colchones aún sin desprecintar (de nuevo, me parece increíble que con estas instalaciones haya tan pocos peregrinos….¡pero si este albergue es mejor que el de Oviedo!).

Una duchita y a cenar en un banco, en mitad del pueblo. Disfrutando de esta paz que se respira. Me como el bocata acompañado por la hijita del Presidente; éste me da incluso postre. No me cansaré de repetir que la hospitalidad de la gente que me voy encontrando es proverbial. Aunque sé que mañana toca madrugar no quiero irme a dormir pronto, prefiero quedarme fuera un rato contemplando las estrellas enfundado en mi chaqueta (aviso a navegantes, a las ocho de la tarde en la montaña leonesa te puedes pelar de frío en verano, hay que ir preparado). Una vez saciado de la bóveda celeste me voy a la cama. Lo de mañana no va a ser normal.

Como lo de ayer fue la mitad de trayecto que lo de hoy, decido hacer un poco el vago y levantarme a las siete de la mañana. Una decisión que lamentaré al final de la jornada cuando llegue casi anocheciendo al albergue; ese fue el primer error del día. De hecho, todas las decisiones que tomaré este día son discutibles, si hay niños leyendo esto: por favor, no hagáis bajo ningún concepto lo que yo hice.

El comienzo de esta etapa está muy bien señalizado. Mi primer objetivo es pasar el collado de San Antón, primero de los dos collados que he de atravesar hoy para acabar en Pajares. Por la mañana, al igual que por la noche, refresca y voy los dos primeros kilómetros con mi chaqueta bien cerrada. Pero la ruta en este primer sector es todo subida, y uno entra en calor rápidamente.

A mitad de la subida, cuando ya se deja lejos Buiza, me encuentro con un perro atado a un árbol y una cuerda atravesando el camino; la típica barrera para el ganado. La cuerda me despista, pero lo que de verdad me bloquea es el perro, porque resulta que yo les tengo fobia. Ahí va el segundo error del día: apartarme del camino para evitar al perro. Pienso que si he de llegar al collado, que está arriba, da igual la forma en que lo haga; así que, dicho y hecho, me lanzo monte a través por cuestas empinadas y en las que me tengo que ayudar con las manos. Como era de prever por todos menos por mí, mi lógica no tiene ningún sentido y pronto me encuentro perdido en la ladera de la montaña. Decido desandar lo andado y enfrentarme a mis fantasmas. Cuando llego de nuevo al camino algo he ganado: el perro no está y decido seguir por el camino con cuerda o sin ella.

Aunque haya perdido mucho tiempo con mi paranoia voy más animado ahora que recupero la senda y me encuentro con balizas indicadoras. Tras pasar la famosa bifurcación de Rodiezmo me dirijo al collado. Y al fin veo el famoso collado de San Antón, y subo el fuerte repecho que lo antecede. Una dura subida que me deja extenuado, pero llegar al collado merece la pena. La vista es impresionante, superando mis expectativas. Lo de ayer era un jardín comparado con lo que ahora contemplo.

La bajada no es menos suave que la subida, mis rodillas dieron fe de ello. Hay tramos del camino poco señalizados pero se ve a lo lejos Poladura de la Tercia, primer y último parón de esta etapa, y uno se guía bien por ahora. Lleva un buen rato bajar de nuevo hasta el valle y la entrada al pueblo es harto extraña. El pueblo está rodeado por un riachuelo y hay que bajar hasta él, pasar como buenamente puedas saltando por las piedras y luego volver a subir. Y llego al pueblo, donde un paisano que me ve subir del riachuelo me comenta que tendrían que poner un puente aunque sea para poder ir y venir de la montaña. Voto por ello.

Son las doce del mediodía y no hay nada abierto en el pueblo. Lleno la cantimplora y en vistas de lo que me queda de ruta decido continuar con el estómago vacío para llegar a Pajares del tirón. Tercer error del día.

La subida al segundo collado, el del Coito, comienza fuerte, con repechos y tramos sin señalizar. A trancas y barrancas llego también esta vez a lo alto del collado. Desde aquí ya puedo divisar la cordillera cantábrica; Asturias, allá voy. Pero antes tengo que llegar a Arbás del Puerto, y lo único que veo desde donde estoy es Busdongo. Deberé bordear mucho la montaña para que la colegiata se me haga visible.Comienzo el descenso, mucho más brusco que el anterior, también debido a la mayor altura de este collado.

En este punto del camino comienzo a apreciar una falta de señalización alarmante, que entre el calor, la soledad y el cansancio, hace que cada vez que veo una baliza la saludo como a un buen amigo. En muchos tramos no hay ni una señal, hay que guiarse por la lógica. Si la última baliza ponía recto, pues recto. Mientras vaya hacia el norte iré bien. Pese a todo, en muchos momentos comienzo a dar vueltas para ver si consigo divisar alguna baliza en la lejanía.

Esta desorientación cansa y el calor hace que las reservas de la cantimplora lleguen a su fin. No consigo ver siquiera Arbás y ya me he quedado sin agua en mitad de la montaña. Desde luego no es nada recomendable. A duras penas consigo seguir la senda y veo a lo lejos una fuente. Un poco de suerte hoy no está mal. Por desgracia no resulta ser una fuente, sino un abrevadero; y lo que es peor, embarrado, y en el que he caído y me he puesto de barro hasta los tobillos. Cuarto error del día. Me limpio como buenamente puedo con el agua del abrevadero, que no bebo no vaya a ser que enferme todavía.

Continuo mi odisea montañera, pasando entre matorrales (si la señal ponía recto, pues recto) y bajando desfiladeros, y ¡sí!, finalmente veo la colegiata de Arbás. A lo lejos pero la veo. Voy a la carrera lo que queda de camino con tal de llegar cuanto antes, la sed ya es insoportable. Para mi desgracia, Arbás está mejor fortificada que Poladura de la Tercia. Además del río que franquea el paso al peregrino, están los guarda raíles a la entrada y salida del pueblo. Éstos últimos puedo saltarlos, pero primero he de pasar el río que hay metros más abajo. En fin, como ya me he embarrado, puedo también mojarme los pies. Atravesar el río no es difícil, lo duro es volver de nuevo arriba, ya que la cuesta hasta la carretera está plagada de ortigas.

Quinto y último error del día: subir la cuesta plagada de ortigas. Cuando me he dejado las piernas con diez u once ortigas decido retroceder. Es increíble, tan cerca y a la vez tan lejos, veo la colegiata con su fuente a tan sólo unos metros de mí. Mientras retrocedo observo que aquí sí hay un puente para cruzar el río, se encuentra casi a la salida del pueblo pero a estas alturas poco me importa retroceder un poco. Llego al puente. Lo cruzo. Y voy corriendo a la fuente de la Colegiata de Arbás del Puerto; creo que no había bebido tanta agua en mi vida. Son las siete de la tarde y llevo casi doce horas caminando sin comer nada, pero ¡qué alegría he sentido al ver la fuente de Arbás!

Desde aquí a Pajares tan sólo tengo que seguir la carretera. Los coches pasan cerca de mí en el arcén, pero ya me da igual, sólo tengo en mente el albergue de Pajares. En el pueblo me reciben unos niños que gritan: “¡Marisa, peregrino!”. En efecto, Marisa es la hospitalera de Pajares, un encanto de persona que me acomoda en el albergue y que al día siguiente incluso me dejará algo de comida para desayunar. Pero antes, una ducha relajante, una limpieza a fondo de la ropa y una pausa para reflexionar sobre lo que ha pasado hoy mirando las espectaculares vistas desde la habitación.

Hoy me ha podido la cabezonería y eso no es bueno. Soy muy cazurro, y cuando se me mete algo en la cabeza es difícil sacármelo. Pero hoy la cabezonería se ha impuesto al raciocinio. En muchos momentos, sobre todo tras pasar el collado del Coito, me he sentido perdido en todos los sentidos, y lo más lógico hubiera sido o bien volver marcha atrás o bien ir a Busdongo, pueblo que veía desde hacía rato. En vez de eso he continuado por un terreno desconocido para mí y he tenido la suerte de llegar. Pero en este tramo falta el agua y hay poca señalización, con lo cual arriesgué mucho. Mi consejo para futuros peregrinos es que os informéis bien sobre esta etapa, tanto si vais solos como acompañados. Si os entran las dudas mejor reculad. Sólo se conoce si la has hecho alguna vez. Ahora me doy cuenta de que fui un imprudente con suerte.

Y tras estas reflexiones me voy a cenar al bar del pueblo. Sobra decir que siendo la única comida del día la cena es de peso. El resto de la noche hasta que me acuesto la paso en un banco del pueblo, al lado de una fuente (ahora me tranquiliza oír el agua) mirando las montañas

La etapa de los collados me dejó hecho polvo, hay que reconocerlo. Creo fue allí donde acabé con la rodilla mal y con una lesión que me acompañó hasta Santiago (pero que con Voltaren dosificado lograré llevar). La etapa de hoy se presenta más suave, y además me adentraré más en Asturias hasta Pola de Lena.

Como ya he dicho, Marisa me dejó alimentos para el desayuno. No los desaprovecho, nunca se sabe (visto lo visto) cuando volveré a comer en el día de hoy. Pese a que era mi intención levantarme temprano, el cansancio me pudo y hoy me he levantado a las siete y media. Una vez he desayunado, salgo del albergue, lleno la cantimplora hasta los topes y pongo rumbo hacia San Miguel del Río.

Si Pajares se encuentra casi en lo alto de la montaña, San Miguel está en el fondo del valle. Un desnivel brutal de buena mañana y una sensación de estar bajando a las profundidades del mundo, por una senda en la que las montañas parece que se te vayan a venir encima. Como siempre, el paisaje es espectacular. He pasado de la alta montaña escarpada leonesa a la alta montaña frondosa asturiana, y sólo con un collado de diferencia.

Llego al fondo del valle y me adentro en el pequeño pueblo. A esas horas de la mañana no hay nadie por las calles. Sigo un poco la carretera y me encuentro con la primera baliza de piedra de Asturias, no obstante me desvío, ya que me indica una variante que no tomaré. Mi camino me llevará hasta los Llanos de Somerón a través de la ladera de la montaña. Para ello, sube un repecho a mano izquierda que me lleva hasta la pequeña aldea de Santa Marina.

Se supone que tal y como entro tengo que atravesar la aldea y salir por el otro lado, pero al llegar al final sólo me esperan cercas y el bosque. Sin sendero ni señal alguna hacia dónde dirigirme. Pregunto a una vecina y me explica que continúe recto y cruce unos portillos. Hago lo que me dice pero acabo en un callejón sin salida. Como se suele decir y, tras la mala experiencia del día anterior, prefiero ponerme una vez rojo que ciento amarillo. Vuelvo a preguntar a la vecina, la cual debe pensar que soy un poco corto de entendederas, porque para que no me pierda me acompaña hasta bien entrado el sendero. ¡Qué haría yo sin la amabilidad de esta buena gente!

Una vez en el sendero voy bordeando la ladera de la montaña, aunque eso lo supongo, ya que la cerrada espesura del bosque en algunos tramos no me permite ver las montañas de enfrente y la carretera; se supone que están al lado. El sendero se va estrechando cada vez más, adquiriendo un nuevo significado para mí: sendero es el espacio entre arbusto y arbusto. Se nota que estamos ya en Asturias, tanto verde no lo encontré los dos días anteriores.

Camino apartando zarzas con mi palo de trekking (prestado) y echando de menos haber traído unos pantalones largos. Algunas zarzas que se me escapan y otras que, al pisarlas en el suelo saltan hacia la pierna como un cepo, me dejan las piernas hechas cisco. Arañazos profundos que al principio no se notan pero que más tarde son bastante molestos, en especial cuando comienzan a chorrear sangre. Tal es mi patética situación, que cuando llego a los Llanos de Somerón y me siento en la fuente a limpiarme la sangre (y llenar cantimplora, a partir de ahora eso no se me olvidará) una buena mujer me da polvos de talco para la heridas. Le agradezco el gesto.

Mi destino a medio plazo es Campomanes. Ahora la ruta sigue el curso del río y la carretera en suave descenso. Convierto este tramo en un agradable paseo entre montañas, bajando el ritmo. Y aprovechando que voy por llano es buen momento para comentar que, tanto el Camino del Salvador como el Primitivo, no se caracterizan por ser una fuente de ampollas en los pies. En mi caso, y en el de otros peregrinos que encontré en Asturias, los problemas provenían de lesiones musculares. Son caminos de alta montaña y fuerzan las rodillas y los gemelos, pero que transcurran entre senderos ayuda a que al menos no aparezcan ampollas que nos incordien.

Mientras he tratado esta información llego a Campomanes y compro algo para comer. El recorrido desde aquí transcurre por carretera, pero yo cojo la variante mucho más atractiva que me ofrece la guía de gronze.com (¡atención! ¡primer anuncio publicitario en el relato!). Esta sube por la ladera de las montañas que tengo delante, en el lado contrario al que vine desde Llanos. De nuevo me encuentro con senderos muy estrechos y algún que otro arañazo de mi archienemiga la zarza me llevo, pero ahora voy con más cuidado.

Después de casi una hora de camino aparezco ante los vecinos de la aldea de Alcedo cual niño perdido criado por los lobos. Lo cierto es que se sorprenden mucho al verme salir de entre el bosque, pero me reconocen enseguida como peregrino. Aquí también, la gente se comporta maravillosamente. Charlo un rato con las vecinas que en esos momentos hay en el lugar, lleno la cantimplora y me dan una coca-cola y algo de fruta. Casi me arrodillo para agradecerles tanto detalle.

Pese a que no suelo tomar coca-cola el subidón de azúcar me sienta de maravilla para afrontar el último tramo de la etapa. Estoy a tiro de piedra de Pola de Lena, objetivo del día y pueblo con todos los servicios. He de reencontrarme con la carretera para llegar al pueblo, lo cual no me hace especial ilusión. Aún así, los senderos y caminos empedrados en suave descenso desde Alcedo hasta el pie de la montaña son reconfortantes. Bajando me encuentro a mano izquierda la iglesia de Santa Cristina de Pola, decido no ir a verla porque quiero llegar con tiempo a Pola. Error del que me arrepentiré más tarde y que subsanaré cuando vuelva a hacer el Camino este verano.

Cuando arribo a la senda de la carretera no tengo más que seguirla para entrar más tarde en una pista de tierra que me conduce a Pola de Lena. Este pueblo emerge ante mí como una gran urbe. Acostumbrado como he estado estos dos días a alojarme en albergues que se encuentran en pueblos pequeños, el camino hasta el de este municipio se me hace eterno. Más cuando al llegar veo un cartel que me dice que vaya a la Policia Municipal a “registrarme” como peregrino. En el cuartelillo cogen mis datos, sellan la credencial y me comentan que hay dos peregrinos alojados. Cuál fue mi sorpresa y mi alegría, y mi confusión: ¿cómo es que no me los he encontrado en estos dos días en los albergues?

El misterio se resuelve cuando hablo con ellos: son oriundos de Poladura de la Tercia, salieron a caminar un día antes que yo e hicieron una etapa extreme desde Poladura a Pola de Lena. Se nota que conocen la montaña, el collado que casi acaba conmigo para ellos fue un tramo hasta media mañana y luego encima llegaron a Pola. Y les he pillado porque uno de ellos no se encuentra muy bien y pararon un día para descansar, que si no ya están en Oviedo. Tras charlar un rato salgo a cenar, un pueblo con todos los servicios es también un pueblo con bares; no me falta donde elegir para cenar en condiciones y volver a descansar al albergue.

Amanece nublado y con niebla. Esa niebla asturiana que me iré encontrando cada día en el Camino Primitivo más adelante. De los dos peregrinos que me acompañan en el albergue uno deja el viaje por motivos de salud. Le deseo una buena recuperación y comienzo la etapa del día con su paisano. No he de andar mucho para ver que el chico está en mejor forma que yo (y tiene un día de descanso, ¡que al final voy a parecer un cero a la izquierda en mi propio relato!) y se adelanta a paso ligero. Pronto lo pierdo de vista y vuelvo a mi habitual soledad. Los efectos de la larga jornada de los collados comienzan a hacer mella en mí y no puedo ir tan rápido como quisiera. La mochila ya casi es parte de mí pero la rodilla derecha me duele bastante. Voy siguiendo el curso del río Lena a trancas y barrancas, pasando por los pueblos de La Vega y Ujo. La proximidad de Mieres comienza a hacerse notar, mucho antes de llegar al pueblo entro en un paseo muy bien acondicionado que sigue el borde del río y en el que me encuentro a ancianos dando su paseo matutino (y que van más rápido que yo, todo sea dicho) y hombres paseando el perro o haciendo footing.

Son casi las once de la mañana y voy muy mal de tiempo. Son 31 km de etapa y tan sólo he realizado una tercera parte. Por si fuera poco, el tiempo asturiano hace acto de presencia y comienza llover. Casi a la salida del pueblo entro en un bar a resguardarme y desayunar. Departo con los parroquianos sobre la mejor manera de llegar a Oviedo, de forma rápida y fácil. La solución que me dan es desviarme del camino que me había marcado y atravesar la montaña por los túneles de la carretera. Una opción que no me gusta por lo peligrosa y escasa de interés, pero que tomo en consideración debido a mi estado físico actual.

Es a la salida de Mieres donde he de decidir. A la izquierda sigue la carretera y los túneles que me han recomendado los lugareños. A la derecha, una subida señalizada por una baliza. Llegados a este punto no pienso ir por lo fácil: haré la etapa con todos sus kilómetros y por la montaña. En respuesta a mi decisión el cielo arrecia en su inclemencia y empieza a llover más fuerte; es hora de ponerse el chubasquero.

El día no está acompañando: lluvia, niebla, frío…Estoy catando Asturias en toda su esencia. La subida no cesa, se convierte en un repecho interminable y me sigue azotando la lluvia. El tiempo deja de correr, tengo la sensación de llevar horas subiendo la montaña bajo la lluvia. Finalmente, en el Alto del Padrún la lluvia cesa y sólo camino entre niebla. En el Alto espero encontrar un bar, pero está cerrado y me encuentro sin nada que llevarme a la boca, aunque agua hoy no me falta. Son las tres de la tarde y ya van dos días de cuatro que me quedo sin comer; este último se ha debido a falta de previsibilidad, ya que me podía haber aprovisionado en Mieres. Para lo que queda de etapa decido meterme una gran cena en Oviedo.

El descenso me conduce a Olloniego, localidad en la que pregunto si queda mucho para Oviedo. Allí me dicen que está a tiro de piedra, que de aquí a la ciudad la gente va paseando los domingos por la mañana. Esperanzado reanudo el camino siguiendo la senda jacobea que atraviesa tres sierras antes de llegar a la capital asturiana.

La primera subida es muy bonita, toda empedrada y con vistas del valle. Pero la lluvia vuelve a aparecer y convierte el empedrado en una superficie harto peligrosa. Una vez me adentro en la montaña los senderos están embarrados y las subidas y bajadas se me hacen cada vez más difíciles. Las horas vuelven a pasar lentas monte a través y en cada claro del bosque espero ver Oviedo en la lejanía. El camino de hoy se ha vuelto especialmente monótono, culpa de ello la tiene la lluvia, que quita las ganas de parar a contemplar el paisaje.

Las dos sierras siguientes se me hacen eternas. Es en la última en la que por fin veo, abajo, Oviedo. Me encuentro en la Manjoya, un pueblo de la periferia de Oviedo que con el tiempo lo más seguro es que sea engullido por la ciudad, ya que áreas residenciales y pueblo está separadas por pocos metros. Me siento en la parada de un autobús, no para hacer trampa tras todo lo pasado, sino para descansar y resguardarme del agua. Un vecino que espera el autobús me confirma que, efectivamente, estoy en Manjoya y que a Oviedo no me queda nada. A Oviedo no, pero a la Catedral, punto final de “este” camino, y al albergue me queda más.

Todo es bajada hasta Oviedo. Entro en la capital por debajo de un puente e intento ubicarme. Con el pobre callejero google que llevo. Me cuesta un rato encontrar la Catedral, he de preguntar a unas cuantas personas para que me indiquen hacia dónde tirar. Parece mentira, pero al fin, pasando bajo un arco entro en la plaza del Ayuntamiento de Oviedo.

A pocos metros veo la Catedral del Salvador, cerrada a las horas que llego (son casi las nueve de la noche). La admiro poco tiempo, lo justo para echarle una foto, porque sigue lloviendo. Mi intención inmediata es encontrar ahora el albergue. Pregunto y pregunto, pero nadie sabe del albergue. Un camarero incluso está dispuesto a dejarme dormir en su casa (no me he visto, pero debo dar verdadera lástima con el chubasquero embarrado) si espero a que acabe el turno a las dos de la madrugada. Se lo agradezco de corazón, pero tengo intención de comenzar mañana el Camino Primitivo que me llevará hasta Santiago y no puedo trasnochar tanto. Lo cierto es que me duele rechazar la oferta, porque es otra muestra de la generosidad de estas gentes que me sobrepasa y me sabe mal rechazar este ofrecimiento.

Tras muchas vueltas consigo llegar al albergue, donde me abre la puerta el peregrino que conocí en Pola. El albergue es muy pequeño, sólo tiene dieciséis plazas que están ocupadas. Lógico, siendo como es Oviedo: 1º.- Inicio del Camino Primitivo; 2º.- Final del Camino del Salvador; y 3º.- Final de etapa del Camino del Norte. No me explico como una capital puede tener un albergue peor que Buiza o Pajares, mucho menos frecuentados.

Pero al mal tiempo, buena cara. Hay dos sillones en la entrada, así que me ideo una cama con los dos. Sigue lloviendo y no tengo ganas de ir a cenar. Conozco a un par de chicas navarras con las que entablaré buena amistad en días posteriores y finalmente me preparo para dormir. Al día siguiente me espera el Camino Primitivo y no sé cómo lo afrontaré, en vistas de lo reventado que he llegado a Oviedo. Además, pasaré una noche movidita: con gritos, portazos y molestias varias; pero esa es otra historia que no corresponde a este camino. Mi Camino del Salvador terminó esa noche dando con mis huesos en un duro sillón.

 

Edu S.

En Barcelona, 13 de agosto de 2010

 

Me he quedado con las ganas de contar mis peripecias en el Camino Primitivo, pero ya habrá tiempo para contarlas si vuelvo sano y salvo (de nuevo) de mi ruta asturleonesa.