Fernando Cristó...
Imagen de Fernando Cristóbal Otxandio

Subiendo Cebreiro

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Hay algo en aire, en el viento, cuando uno va subiendo a Cebreiro, una química de cambio que sorprende a la cabeza, y hace a la conciencia trastabillar por un momento antes de reconocer gozosamente lo que está ocurriendo.

 

Porque sí, se han dejado semanas atrás los calores de la tierra de campos, esos albergues que parecen ventas cervantinas, y las soledades mesetarias, y en el ánimo va madurando una solera de vieja España, que uno aún  no sabe cómo encajar en su identidad.

 

Las lilas y el brezo de las montañas de León habrán ido dando misteriosas resonancias a los sentidos, o si se ha llegado por la vía de la Plata, las encinas y alcornoques de la dehesa le habrán tentado a subirse a sus ramas, a buscar el muérdago de los druidas celtas.

 

Así que para cuando se está a punto de entrar en Galicia el espíritu ya tiene ese punto de locura quijotil, abierto a ver el mundo con ojos renovada pero fantasiosamente desprejuiciados.
 
Comienza pues la subida a Cebreiro. Lastimosamente y al tiempo con extraño júbilo. La  brisa trae lejanas resonancias atlánticas y  la Castilla ensimismada que se ha pegado a las telas de su conciencia intuye una amplitud que desconoce pero que burbulle en ella. El Don Quijote de uno, el druida celta está expectante. Se acerca a la cresta, y le viene el sonido de las gaitas en las tabernas galaicas del cerro, con su olor a Atlántico, con la amplitud oceánica y aventurera de las Américas. Se va aquilatando  al fin esa alquimia y de pronto, uno reconoce en sí lo que palpita en su conciencia:
 

!Es Santiago!

 

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